miércoles, 25 de noviembre de 2009

Intrucciones para amar

Instrucciones para amar
Pocas cosas en la existencia seguramente lo desviven a usted a los grados de lo que el amar puede ocasionarle; sino es que podemos hablar ya de los estragos ocasionados hasta el momento en usted por tal acción; y quizá, por esto, usted ha comprendido a todas luces que amar es en sí mismo desvivirse. Vivir, vivir sin más, acumular vida —por decirlo de una manera y muy mala manera— requiere un desprendimiento y renuncia implícita de cualquier relación o acto que tenga que ver con el amar. Ser uno mismo todo el tiempo, tenerlas todas consigo, sentirse seguro y cómodo en la vida es sumamente sospechoso para quien lo mire sentado en el cafetín de la esquina leyendo el periódico del día anterior o para quien fregando un plato del desayuno se vea sorprendido por esta conciencia; pues arropado entre sus certezas, alimentado con sus mediocridades y equipada su casa con un sistema de alarmas contra temores, es de facto que usted vive en el cotidiano bienestar de una tuberculosis del alma o padece algún cáncer maligno en el órgano de la creatividad vital que lo lleva a comprar instructivos como éste, a ver películas de amores de ensueño o a leer best-sellers de última moda que la señorita Rosaura o su locutor de radio preferido le recomiendan con sobrada pasión lectora.

Por la poca claridad y mucha difusión de instructivos apócrifos (así como charlatanes de guionistas de telenovelas, cuentos infantiles y demás; escritos por miserables seres humanos en asuntos amorosos) dificultan las instrucciones que a continuación le ofrecemos.

Recuerde que este instructivo ha sido desarrollado y puesto a prueba antes de ser dado al conocimiento del público; los creadores del instructivo ahora suman menos cuatro, así que estas líneas son un homenaje a los que, para hacer posible este instructivo, cayeron en el camino en aras de la consolidación de estas líneas. Un sentido pésame a sus familias por la dolorosa pérdida que entre suicidios, desapariciones inexplicables y homicidios “pasionales” —según términos del dilecto inspector privado Roberto Armesto, contratado para solucionar dos querellas jurídicas contra nuestra corporación por parte de las familias— ha arrojado el saldo final de este proceso.

Aleje de usted toda idea formada sobre lo que supone, cree, divaga, piensa, imagina, conjetura, comprende, siente, especula, fantasea o delira con desbordante ansiedad sobre la acción y experiencia de amar. Refute con una profunda desesperanza todas las convicciones que filósofos, autores de libros de autoayuda, servicios de citas rápidas, psicólogos y terapias de pareja le hayan aconsejado. No hay medias naranjas ni medios limones en este mundo para usted, con ello recuerde que la medianía es prima cercana primera de la mediocridad y su búsqueda afanosa entre bares, reuniones de amigos y redes sociales de internet está condenada anticipadamente al fracaso. Si se me empeña en esto, por favor, aléjese del camino del suicidio o de las contrataciones del departamento de recursos humanos de cajeros bancarios a las que se puede ver inclinado.

Deseche con absoluto desdén las teorías del goce, la compulsión, transferencia y la codependencia; barra con los supuestos de que usted busca a su madre o a su padre cuando siente que le hierven las venas por la ilusión del otro, la otra o lo que sea que usted prefiera en tiempos de desfogue de la diversa identidad sexual. Evada las expresiones absurdas de que usted debe amarse primero, antes que a todo, para poder ser amado, pues es sabido que esto es imposible cuando no se ha leído el instructivo “Cómo amarse a sí mismo en tiempos en los que no se sabe en consiste ser uno mismo”.
Purificado de estas ideas, convicciones y esperanzas, desaparezca sus libretitas de directorios telefónicos, sus números de contactos, elimine sus correos electrónicos y todo aquel nexo con el mundo de los otros en donde ha puesto la expectativa de encontrar al ser amado. Vaya a los álbumes de cromos… rompa, queme y haga polvo sus fotos de viejas conquistas; vea como todo ese pasado se diluye, mejor aún, se incendia; sepa que en esa creencia de que hubo alguien que lo amo con justo sentimiento reina la nostalgia alimentada por su fracaso de situación actual, piense que en realidad si esa o esas personas —que ahora son castigadas con la conflagración instruida— le profesaron un amor correspondido por usted, es de esperarse que no se encontraría, usted mismo, en la penosa situación de leer un instructivo como éste. (Si usted se encuentra actualmente en una relación supuestamente amorosa pero lee estas líneas, por favor, por favor, basta con cambiar la cerradura de la entrada a casa o contratar otra compañía telefónica con una marcación distinta. ATENCIÓN: el fuego sólo opera en fotos y, en casos extremos, en cartitas que derraman almíbar cuando las rescata de los fieros efectos del olvido.)

Aclárese con penetrante “mayéutica” (término que los papeles póstumos de los redactores fallecidos de este instructivo dejaron sin aclarar) que usted no merece ser amado; que su egoísmo, egocentrismo, egotismo y egolatría no pueden ser redimensionados al enmarcarlos de generosidad humana exhibida por donar unos cuantos salarios mínimos a fundaciones de invidentes, niños con hambre o sentir en usted el deseo de adoptar un perro callejero. Para amar con autenticidad, como usted podrá experimentar al final de este instructivo, necesita de una buena vez dejarse de hipocresías subastadas en el mercado de las depreciadas emotividades.

Sepa usted que su supuesta belleza, su última compra para el vestidor en el centro comercial de moda, sus bagatelas renovadas año tras año o su manera de ser tan ameno para con los demás en las reuniones de trabajo, de reencuentro generacional o en sus “abordajes” de bar, tampoco lo eximen de esa preclara certeza: pues usted ni nadie merecen ser amados.

Desfallecido por esta certeza, con la cabeza inclinada hacia el frente observando sus zapatos, los cordones de sus zapatos, atendiendo al suelo sobre el que se encuentra ahora, recuerde su infancia, sus juguetes, su sorpresa ante el maravilloso milagro de reír, el sol sobre sus ojos cuando se tumbó al césped en algún parque —hoy devorado por la ciudad—, rememore sus primeras letras, las lecturas en voz alta, tropezadas entre letras, que realizaba de los anuncios en la calle —en los que repetía una y otra vez el producto y las leyendas que los promovían—; probablemente —aunque nada es seguro— esto le dé un respiro para no sentirse tan miserable en este momento, pues quizá ahora se comience a enterar de que su vida hecha pedazos, desmembrada por el despecho ocasionado por la última ruptura “amorosa” o el debilitamiento de la relación marital que dice tener se debe a que, efectivamente, nadie merece ser amado. Recupere el brío, por favor, siga el instructivo hasta el final.

Deje pasar dos, tres o cinco minutos. Arrolladas todas las pretensiones, las vanaglorias y sumergido en la más delirante desolación, advertido el sinsentido del mundo, replegado a su carne, a sus huesos y a la soledad que acompaña irremisiblemente el hecho de existir, interrumpa la lectura de este instructivo y asómese a la ventana, o si se encuentra en alguna banca o silla en el exterior de casa levante la mirada por encima del libro que sostiene entre manos haciéndose el interesante e intelectualón. Sepa, ahora, que muchos comparten ese delirio desolador, que asediados por él, van de un sitio para otro sin encontrarse, sin ubicación alguna. Lamentablemente las guías, callejeros y GPS no tienen función cuando uno no sabe hacia dónde se dirige ni sabe a quién debe buscar. Recuerde que si antes se marcaban números al azar para escuchar la voz e inmediatamente colgar, con la finalidad de no sentirse tan desamparado en el mundo, ahora existen aplicaciones de oferta y demanda en las cuales se pone la fotografía y todo el ególatra perfil; por lo que le instruimos a que evite ir corriendo al cyber de la esquina en lo sucesivo o quedarse hasta altas horas de la noche buscando amores en tales circunstancias, expresión, por lo demás, de poco estilo y nada de dignidad en su persona.

La sensación de desamparo es la más provechosa para desvivirse amorosamente. Ahí, en la ubicación que usted tiene ahora, sabe que el mundo es hostil a la existencia, que nada en lo que usted se ha empeñado (su trabajo, su familia, sus pertenencias, sus zapatos, sus prendas de vestir, sus aparatos tecnológicos de punta) le sirven para refugiarse de esta fragilidad que la vida tiene y la consecuente intemperie que vivir conlleva. Así, a la desesperanza, falta de certezas, convicciones y autoconciencias, deberá sumar su angustia por estar y, no únicamente sentirse, tan solo.

A estas alturas, comience por hacer un fugaz recuento de su vida, de sus días últimos, de las personas que lo llaman por teléfono y no cuelgan la bocina, de toda aquella persona que venciendo el infantil miedo al encuentro constante (pero sin abusar de la petulancia) se acerca a usted con la sensación en las manos, como si se tratase de una ofrenda, de la amargura del vivir, porque sabe, al igual que usted, siempre al igual que usted, de la soledad y la miseria que ahora ambos experimentan; ese tipo de persona que ha llegado al conocimiento (cúspide de todo conocimiento) de ser inmerecedora de amor alguno, pero tiene suficientemente en su sitio la razón. Siéntase próximo al otro, sépase próximo aunque siempre lejano y nunca totalmente cerca del otro ser que lo busca y quiere tenerlo presente en el transcurso de sus días.

Ya con el otro. Experimente ahora la alegría que la calidez de la piel ajena le propicia cuando acerca su mano, cuando sus labios son tocados por los otros labios, cuando camina —usted tan inmerecedor de ser amado— cerca de algún cafetín o una banca con su ser inmerecidamente amado, y juntos observan a algún impávido que ha levantado la mirada, leyendo este instructivo (imaginando que usted y su pareja son unos miserables igual que él).

Sepa que si bien nadie merece ser amado, usted puede ser elegido, arrancado de los brazos de la miseria humana para compartir un lecho -en el piso segundo de la planta tercera del edificio que hace esquina con la calle de Concordia-, una risa extendida en el tiempo, el portento de una caricia “libre y soberana” (como un Estado nación del que cuentan los diputados del partido político en el poder), una caminata con sus zapatos, sí, esos mismos zapatos que antes visualizó con sentido pesar y en el absurdo total. Entonces, comprenderá el regocijo tan grande como el mundo, la felicidad aquella tan linda que le removió el alma cuando vio el juguete nuevo que en día de Reyes Magos (o cualquier otra celebración parecida en cualquier otro credo religioso, propia de estos tiempos de diversidad de credo) se le obsequió sin merecerlo; sabrá que más allá de usted, es decir, ahí en el fondo de usted mismo que siempre lo rebasa y es ilimitado, hay un espacio enorme que sólo puede llenar quien lo ama infinitamente, pues ha constatado que a este espacio ni las cosas varias ni su colección de fotografías añejas ni los viajes ni los encuentros efímeros ni sus lecturas ni los perros adoptivos ni las subastas de su persona en la Red pudieron colmar. Hágase a la idea, y no la abandone por favor, de que ese ser amado es el mejor-usted que puede haber, de que el sitio, el mejor sitio de este mundo, es el que se abre entre usted y su ser amado, en esa distancia eterna y aterradora que un buen día, con el beso aquel primero que nunca olvidará, se vio acortada, reducida a nada, añicos, esquirlas estelares de pesadumbre reventada por su entrega mutua sin enganches, fianzas o garantías; mantenga, alimente la idea, también, con el dato fundamental de que el mejor cobijo para su ser a la intemperie son los brazos de que el ser amado le ofrenda cada tarde, cada mañana, el afecto gratuito, la sonrisa y el llanto que a partir de ahora se propiciarán en esta nueva manera de desvivirse compartidamente (si tiene dudas al respecto lea el instructivo “Cómo vivir con el ser amado”).

Instrúyase en comprender, por favor, que el amar no es una sensación ni una condición humana, sino la activación vital de una idea que para que sea clara y distinta, constante y viva, debe trascender en cada cual la voraz individualidad hambrienta de sí misma, las ideaciones suicidas por la experiencia del absurdo y sinsentido (referidas antes), las maniobras cotidianas que le hacen confundir el amar con industrias de socialización o con ilusiones improcedentes (que son datos arrojados por testimonios escritos o acciones extremas de los desaparecidos o fallecidos coautores de este instructivo). Porque el amar no entra en las dinámicas de productividad laboral o las inercias de concursos de belleza o de "reality show", no hay horas extras ni puntos a favor en el certamen de bikini ni en su generosidad hacia el otro; amar se trata de un desvivirse que no asegura ningún pago justo ni el "paso a la siguiente etapa" o la solución a la opacidad mundana; a partir de ahora, si usted no se mantiene atento y no recuerda constantemente lo que este instructivo le ha señalado, la idea vital activada del amar podrá degenerar en incertidumbres, miedos o traiciones. (Intentaremos hacer un instructivo al respecto, pero sólo queda vivo, a estas alturas, un escritor más de nuestra corporación y no queremos arriesgarlo.) A partir de ahora, en fin, desvívase, por favor, desvívase sin reservas ante la alegría, la complejidad de la comprensión del otro y el aprender a amar adecuadamente a su ser inmerecedor de ello, cuando camina, mirando hacia sus zapatos, con sus cordones desatados, intentando emparejar el paso con el ese otro par de zapatos que ahora caminan amorosamente a su lado en esta ciudad.*

Instrucciones para envejecer

Instrucciones para envejecer

Un buen día —uno como éste— usted ha despertado con la impresión prístina y diáfana de que en su rostro la estilográfica del tiempo ha delineado la primera y solitaria señal de que la vida prosigue con o sin su consentimiento. (Atienda a que esto ha sucedido mientras usted dormía, envuelto como crisálida entre sábanas, cuando a las 2 am. el servicio de limpieza de la ciudad, con el camión 12 y sus tres operadores, colectaban —bajo un hermoso cielo con luna menguante— su basura orgánica e inorgánica, misma que usted separó con diligencia para que el mundo no caminase estrepitosamente al apocalipsis; asunto que le ha permitido desechar en las bolsas negras amarradas con un hilito de metal más de lo humanamente imaginado y, en consecuencia, usted descansó en santa paz aliviado de toda culpa, pues ha seguido al pie de la letra el instructivo, de dudosa procedencia, “Cómo devastar el planeta sintiéndose un ciudadano Bio y sustentable”.)
Las instrucciones para usted, ya en esta situación, son difíciles de seguir, pero deposite toda su confianza y empeño en que al final de este instructivo para envejecer más de una infalibilidad será inalienable propiedad suya, pues en esto los derechos de autor y los litigios al caso son limitados.
Primero que nada, aleje de usted toda emotividad de decepción causada por la promesa incumplida de los productos publicitarios en que se anganchó desde años atrás: nada con lo que usted se haya empecinado, ninguna pomada o unto francés de elevado costo, así como las terapias para la piel, dieta especial o la mixtura de las hierbas caseras podía sobornar el orden legal del vivir. Éste es —pese a todas las tendencias democratizadoras de nuestro tiempo— autoritario, tirano e incurruptible. Evite, por esto mismo, llamar a los teléfonos de “atención a clientes” o “quejas” que las etiquetas de los ya mencionados productos tienen entremezclados con ingredientes químicos infinitos que por sus nombres le hacen añorar sus clases del segundo ciclo de bachillerato muchos años atrás. Si usted sufre de una crónica necedad y quiere aún así realizar la llamada a “atención a clientes”, recuerde doblegar a la voluntad porque ante la femenina y dulce voz del otro lado de la línea se encontrará con la dolorosa vergüenza de sumar a su consciencia del autoengañado la imagen del pésimo consumidor que nunca leyó las advertencias y aclaraciones que las adulteradas fuentes de la juventud, con nombres áureos pero ubicadas en países de tercer mundo, pusieron para usted en letras ilegibles, en una lengua muerta y con la sentencia indicada con un asterisco de que ese producto había sido únicamente “probado en animales”.
Para distraer sus punzadas de necedad, mejor vaya frente al espejo; éste, cómplice de sus monólogos, sus vanidades y frustraciones matutinas. Ahí, mientras la radio suena con el noticiero del día de hoy, usted deberá buscar minuciosamente otros rastros del envejecimiento. Confirmará, mientras el locutor informa sobre el incremento del índice Down Jones que, además de esa arruga que se dibujó con un pulso tan perfecto durante la última noche, el envejecimiento siempre es sistemático. Por favor, no se distraiga con la precisión que ahora le ha venido a la cabeza: es verdad, nunca ha comprendido usted qué indica el Down Jones, aunque sabe que alguien habrá ganado millones en acciones y otros, quizá en Japón, sacarán a relucir su tendencia suicida por haberlo perdido todo en las especulaciones financieras; por favor, mantenga la calma, que para estos últimos se ha creado el instructivo “Cómo evitar el suicidio después de quedar en la ruina, y haber sido un ruin avaro cuando tuvo riqueza”. Descubrirá en su antedicha búsqueda detenida que en la planta del pie derecho se halla una “línea del tiempo” (nada que relacione a esta expresión con un trivial recurso didáctico para enseñar a los idiotas los procesos históricos de la cultura), una línea del tiempo larga, profunda y antiestética que contrasta con la recién sentida al despertar el día de hoy. Se preguntará por qué nunca compró un ungüento contra las marcas del envejecimiento de la planta del pie derecho. Es sabido: los pies quedan muy lejos de lo que creemos que somos, parecen ajenos cuando se les ve bien, como está usted corroborando en este momento. Recordará, quizá, los momentos cuando caminaba junto al mar, con las sandalias en las manos, los pies de usted, sí suyos, y sus respectivas huellas, ante el ocaso de un sol que se ahogaba en el azul intenso del mar y usted podía sentir, ahí, cómo la dorada agua marítima, que trazaba estelas en la arena, le refrescaba el alma y le suavizaba sus preocupaciones; sabrá, ahora mejor que nunca, que si la vida se extiende más allá de los límites que imaginamos en el cotidiano, que si está presente en sus pies, en su espalda y en el dintorno de sus orejas, es porque la vida le fluye por todo el cuerpo. Entonces, siéntase intensamente triste, porque si la vida fluye por todo el cuerpo también se va secando por todo él: su arruga del pie derecho le precisará lo que aquí se pretende afirmar.
En la radio informan ahora sobre el estado del tiempo para hoy. Se informa sobre la imprevisible lluvia torrencial, el frío continuo y que la temperatura descenderá; apunta el locutor que todo esto es inusual pero es claro que se trata de una consecuencia del cambio climático que experimenta la humanidad debido a las emisiones de gases contaminantes y a la tala indiscriminada de árboles en el Amazonas. Dese usted el lujo de molestarse con la humanidad entera por su empeño tecnológico, su falta de educación y lo irresponsables que son todos sus prójimos; reproche a todos y cada uno: a sus compañeros de trabajo, a los políticos y sus G8, G15, Gn, amplíe el espectro de su pensamiento culposo hacia los pobres, las transnacionales, los líderes religiosos, los viejos y los que están naciendo. Recuerde, por favor, recuerde crear las debidas excepciones: su artista favorito del último filme que ganó el Oscar, el premio Nobel de la paz merecedor de este año, su amor (si lo tiene y no vive por las incomprensibilidades de la vida miserablemente solo), su madre y sus grandes camaradas, su mascota y los que hacen el alimento para mascotas; desde luego, recuerde que la mayor y mejor excepción de todo esto, es usted mismo, pues usted ha seguido las indicaciones de una persona preocupada por su entorno como lo indican los locutores de radio, los telediarios y los cantantes de moda (que, por cierto, también están excusados por la magnanimidad de su alma para perdonar a algunos y culpar a todos). Sí, usted separa la basura y recicla como si en ello se jugará el planeta su última oportunidad. Ahora, despunta en usted la irrefrenable meditación de que tal vez sus productos cosméticos innecesarios e inservibles, así como este instructivo en papel, ayudan a devastar recursos naturales y a contaminar en exceso; pero deténgase ahí, calme sus consideraciones y agitaciones del alma, porque usted es una de esas buenas personas que son conscientes de los problemas, lo cual lo hace ya “parte de la solución” (expresión que aprendió de uno de los apócrifos instructivos que lo llevan a superarse a sí mismo; enfatice que superación no es lo mismo que autoyuda, pues hay un abismo entre los libros que usted lee para superarse y aquellos que leen los necesitados de sí mismos).
Con la noticia de que el clima no puede estar peor, quédese en casa y falte a su trabajo. Aduzca razones de salud, porque usted considera que envejecer es una enfermedad, además de la creciente tristeza que comenzó a sentir causada por leer este instructivo cuando vio su arruga en la planta derecha del pie; advierta que ahí frente a sus ojos, han comenzado a nacer nuevas líneas del tiempo que se suman a las inocentes líneas de expresión.
Hoy, usted, ha comenzado a envejecer.
Olvide enunciados vacíos como “pero… si apenas tengo tantos o cuantos años de edad”; tampoco sirven las ideas de que usted escucha tal o cual música, hace ejercicio, sale de copas a menudo o se mantiene a la moda. La negación y aceptación son improcedentes para este instructivo, pues se ha escrito bajo los más estrictos “paradigmas” (término griego incomprensible para usted como para quienes redactan estas instrucciones, pero que le da un sesgo de autoridad; si aún así quiere comprenderlo diríjase al instructivo “Cómo consultar un diccionario de sinónimos para confundir a sus lectores”), paradigmas científicos, por los cuales ha de aferrarse a los datos axiomáticos como gato negro citadino que se sostiene de las tejas de esta urbe. Luego, por los ineludibles testimonios, datos y pruebas que ha recolectado en estos últimos cinco minutos confirme ante usted mismo que envejecer es algo normal, resígnese, sienta cómo le pesan los brazos, los hombros y el peso todo de la vida que le hace inclinar la cabeza hacia el piso; arrastre los pies con desestimación absoluta mientras se dirige a la cocina para preparar una taza de té; en estos momentos, júzguese sin piedad por todas las buenas ocasiones que ha dejado pasar de largo, los circunstancias en que evitó madurar, pues confundió la juventud con la estúpida idea de la inestabilidad de su carácter y sus proyectos a corto plazo.
Evite la confusión en todas sus presentaciones posibles: a partir de ahora no es necesario comprar un auto deportivo descapotable; comenzar a comprender los indicadores del Down Jones; entablar relaciones con nuevos amigos diez años menor que usted; sacar el álbum de cromos tomados con la polaroid y la cajita de zapatos que esconde en el clóset con recuerditos vergonzosos para liarse con la nostalgia de un pasado lejano y en aquellos de “dónde quedó” el chaval que usted fue; aléjese del sometimiento ante el extravío que le llevará a retirar los ahorros de la cuenta bancaria y pensar en viajar por todo el mundo huyendo de usted mismo, pues sepa de una vez que usted está encadenado a usted mismo irremisiblemente, sin derecho a fianza ni libertad bajo palabra.
Terminado el último sorbo de la taza de té. Salga de la cocina, rehágase y agrupe todo el valor posible. Olvide definitivamente la resignación, llame nuevamente al trabajo; con voz grave y de la más alta autoestima confirme que se siente mejor y que llegará un poco tarde.
Comience a dejar en claro que envejecer es incrementar la mirada, ampliar el paisaje que se extiende en la ventana sur de su piso que da a la calle de la Palma en donde circulan los peatones maldiciendo el frío, resguardados bajo el sintético techo de sus paraguas negros, beiges y azules. Perdónelos también a ellos por usar paraguas que no pasan las normas de sustentabilidad y de industrias que dañan el medioambiente. Advierta que debajo de la arruga tímida o aquella invisible hasta ahora (la de la planta del pie derecho y las emergentes al instante) pueden hallarse otras marcas indelebles que se generan por la amargura, el miedo a lo que viene y las energías marchitas de una vida que se deshoja como el álamo torcido del parque descuidado que se ubica en su barrio.
Nuevamente, frente al espejo, sonría ante sí mismo con satisfacción, pero sin vanagloriarse; preséntese a usted mismo ante “El espejo” con las debidas cortesías y formalidades, simulando un encuentro casual. Después de seguir al pie de la letra esta imbécil “prosopopeya” (término retórico que lo llevará ante el diccionario autorizado líneas arriba, mismo que los escritores del instructivo no han consultado) del espejo, piense con detenimiento y sumergido en el absurdo que nada de lo que diga, haga o entienda evitará que en los siguientes días aparezcan más arrugas, canas, caída del cabello y el hecho de que se sentirá frustrado al ver a los jóvenes besándose sin empacho en los parques (debajo del álamo que envejece también) o se verá a usted mismo desconociendo los nuevos grupos de música en apogeo que ya comienzan a sonar en la radio en este momento. A pesar de que los niños le muestren lo rápido que a partir de ahora usted envejecerá, cuando ellos comiencen a vestirse como lo indican las nuevas subculturas, a beber alcohol o a conducir el auto del padre, no les tenga rencor ni odie por ser el barómetro del envejecimiento que usted ha manifestado a partir de ahora. Por su excelsa magnanimidad apuntada líneas arriba, por favor: perdónelos por ser más jóvenes.
Aunque es cierto: usted está ya sometido al tiempo. Siga comprando, entonces, sus ungüentos infructuosos, escuchando los noticieros y comprando otros instructivos; sólo recuerde que llegado el momento deberá ir a la sección de tanatología y esoterismo, en la librería de la calle Independencia, para comprar tres ejemplares que corresponderán a cinco álamos derribados, y contando, para la intensificación del calentamiento global que ahora tanto le preocupa.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Aventis. Del exilio y el polvo

Y es que no se trata sólo de los hombres sin tierra, de los que han sido lanzados a la intemperie del polvo y el viento de lugares que no se dejan enunciar tan fácilmente como “otra casa mía”, “otro suelo nuestro”; no, parece que no, que no se trata sólo de los hombres sin patria.
El exilio está preñado de direcciones encontradas y quizá la primera y más evidente es también la más primaria: no es tan sólo el hombre sin tierra, sino también el hecho de que es el exilio una tierra sin alma, una tierra despojada de su capacidad de fecundarse, que proscribe de sí violentamente las facultades de hacerse otra-siempre-la-misma a cada instante.
Aquí, en medio de la guerra, de los retenes, de las caravanas y los solitarios en camino fuera de sí, el territorio se convierte en una tierra sin alma, quiero decir: una tierra des-almada. Cuatro guerras narradas y entiendo que no se trata sólo de las cifras, es decir, del camino hacia exilio que toman los vencidos y los rendidos, cargados de esperanzas fallidas, de repúblicas, democracias —y otras cosas de política que no entiendo— frente a tiranías; en fin, el problema se complica porque se trata de un asunto cualitativo y no sólo cuantitativo, pues en el exilio no importa cuántos se queden ni cuántos se vayan: enigma éste en que el exiliado deja algo de sí en su tierra, pero se lleva toda su tierra consigo.
Me aclaro, aunque no anoto: el problema es que todos pierden: los que se van, los que se quedan, los que han muerto, los que nacerán, y la tierra misma en perdición. Cínico juego éste —el de la omnívora pérdida— que se hace presente en las guerras y los exilios.
Se trata, Pepe, del constante alejamiento entre el hombre y su tierra, entre la tierra y su alma, esta caída interminable que va de las guerras fraticidas o de las invasiones al exilio.
Y es que no se trata sólo de la pérdida sino a la par del sentimiento de pérdida. Perder y sentirse perdido: ser herido y dolerse en el ser de la herida
y por la herida. ¿Exilio? Palabra y sentir.
Y quizá se trate de que el hombre busca decir su vida, expresarla con palabras que no sólo manifiesten la sonoridad sino la resonancia interna. El eco es más intenso y más amplio cuando hay más vacío, ¿quién lo negaría? Peregrinos, desterrados, exiliados, extranjeros, extraños o expatriados; ya se trate de inmigrantes, refugiados, transterrados o errantes, lo cierto es que en cada hombre que toma el camino hacia los extremos fronterizos de su tierra, en cada uno acontece un sin-nombre, una patria desgarrada, un ser lastimado en cada cual a dentelladas de plomo, humo, polvo y pólvora... en suma, de barbarie fiera.
Sin su alma, el lugar deja de ser “tierra” para devenir otra cosa y otro nombre: “país”, “bandera”, “Estado”, “progreso”; pero como se le llame, cada nombre enuncia esa geo-metría encharcada de sangre y acallamiento a punta de fusil y adoctrinamiento. Esto ya no es la tierra, ¡no colega! un espacio vital del despliegue del alma; no, ya no puede serlo ahí en donde se agostan las ideas en tránsito, la dinámica de creatividad, en suma, la libertad, y priva en todas sus latitudes de esa materia inerte, piedra sobre piedra sobre piedra, el poder burdo, tosco y febril.
Algo late verdaderamente cuando el exiliado habla siempre de “allá”, porque el aquí, el aquí del exilio, el aquí del expulsado es un aquí sin alma, sin suelo, sin centro, y finalmente muerte sin tierra.
Y es que el exilio transmuta, pues ya sea el “exilio externo”: el de el-sin-tierra; el “exilio interno” que padecen aquellos que dentro de su “patria” intentan resistir, subvertir u oponerse; ya sea el “exilio íntimo”: el de la palabra, que padecen aquellos cuya lengua materna no es la de acogida; ya sea el “exilio privado”: aquel que se padece en silencio y del que a veces no se soporta el peso de la decepción y la traición de su tiempo (precipicio del suicida, latencia de la oscuridad perpetua). Entre todo esto el punto medular —según lo voy advirtiendo— es la gravedad del exilio, el exilio en sus dimensiones más radicales y más humanas por ello mismo.
Todo hombre sin tierra, toda tierra sin alma nos compromete tanto como nos conmueve
porque ¿qué horizonte más desolador para la existencia que éste, el del exilio?
(Anoto: sentado aquí, como otras veces y en otros sitios, esperando el pase, el cruce como corresponsal, veo y pienso en los exiliados, en las caras de pesadumbre, y no deja de revolotearme, o de zumbarme como una mosca inquieta que retumba contra las paredes de mi cabeza, una idea: el ser-bifronte. En el panteón romano Jano Bifronte es el dios ambiguo, es el dios que tiene dos caras cuyas miradas se orientan hacia lados opuestos. Jano el Bifronte: privilegiado que puede mirar hacia atrás y hacia adelante, que representa el ser que mira hacia el pasado y el futuro desde un presente en el cual inicia y reinicia su tiempo. Jano Bifronte, dios de las transiciones, de los momentos de alteración y traspaso, tendría que ser patrono apaciguador del exiliado, cuidador de aquellos constreñidos a la terrible condición de quien se marcha mirando hacia la tierra que deja, y a la par su otro frente dirigido a la tierra que lo acogerá; alma bifronte de quien espera volver y de quien tiene que mantenerse alejado. Cómo no recordar a María Lida Mollo y a todos mis amigos presas de "la partida", a todos los que se van y se quedan en su propia excentración, en su propio y común exilio.)
Ojala que esta gente que se va pueda algún día conciliar en sí a la tierra y su alma, al hombre y su tierra.
Yo sigo aquí, tomando la nota que no saldrá en la televisión.

Aventis. La rubia

Se cuenta que son una anomalía de los pigmentos en el iris. Los ojos azules son raros, al
menos para mí, sumergido en el lado latinoamericano del mundo lo son, y en su rareza tienen una hermosura que no deja de ser hipnótica para mi alma. Parece que todo lo humano es así. La piel nos identifica, nos diferencia, pero también nos expone. Nuestros músculos, huesos, entrañas, sangre y todo lo que está pasando debajo de esta piel; de mi piel morena. Las ideas, los sueños, las incomprensiones, los enigmas, todo esto también está debajo de mi piel, pero éstos, a diferencia de los músculos, entrañas y demás, pugnan por salir, por expresarse. ¿Cuántos mexicanos de ojos azules habrá? ¿cuántos alemanes morenos? Dónde se esconde uno cuando lo que exhibe quién eres está a plena vista.
A mí no me parece que ser una traductora serbia, rubia, de ojos azules, sea la manera más idónea de andar por ahí, entre tanta anarquía y entre tanto revés entre serbios y albaneses. Supongo que esto será lo mejor que nos pudo pasar: estar a expensas, en cuestiones idiomáticas, de ella, al menos así lo supuso el espía serbio Zogovish que nos llevó en auto de Budapest a Belgrado y ahí nos dejo con ella. ¿Pero cuántas rubias de ojos azules hay en Kósovo? ¿en la Pristina serbia? Ella no es espía, sólo es traductora.
Híjole, Pepe, la primera guerra y las cosas pintan color de la jodida. Un espía, no uno
de smoking y reloj marca Omega, sino uno que te lleva en coche proletario (sin cohetes, ni botones de auto-espía, aunque con un humo del escape del motor que nos oculta a la visibilidad del auto tres metros detrás de nosotros), un espía que es callado (al grado de suspicaz) y que cuando habla es con monosilábicos: “¡ya!”, “¡no!”, “¡yes!”, claro que cuando se esmera es “¡Of course¡” Digamos que se le perdona, pero eso de que no nos quisiera traer a Kósovo él mismo. No, no, algo no me suena. Para seguir la linda presentación: una rubia, no cualquiera, sino una serbia que es la traductora. Como encore acabo de llamar al cabrón de Jorge Berry (a quien dejé en París, después de despacharnos una buena cena), maestro de ceremonias de esta “gala”, pues el señor espía-reloj-Casio-con-agenda lo ayudó a él antes que a mí; pues lo llamé y mira lo que nos contesta, Pepe, cuando le advertí: “es rubia, Jorge, nos van a matar
en la esquina”. Con la preocupación de por medio, digo, de mi parte, le entendí algo así como “no le saques”. ¡Ay, Pepe! de que andas de susceptible ni quien te aguante. Lo bueno fue que le dije “qué” (con el tono indiferente aquel que le aprendí al
espía-chaqueta-imitación-piel), “que no la saques a la calle”.
Hasta el momento todo ha salido bien. Me las he apañado unos días con el traductor albanés que conseguí por unos cuantos (muchos) “greens”. Kósovo está inundado de morenos como yo. De momento, ninguna mirada extraña hacía mí. No parezco ni turista, ni nada particular. Aunque el problema de este ser a flor de piel no soy,
ahora, yo.
En Pristina la rubia nos ha conducido a una casa en el centro. Una casa de serbios, sola para nosotros tres: el camarógrafo, la traductora y yo. La tensión ha bajado, hemos minimizado el hecho mayor de que sea rubia entre musulmanes y albaneses. ¿Cuántos serbios morenos hay en Pristina? Aquí podemos estar seguros, al menos sentirnos seguros. Cerramos bien las puertas a nuestra llegada. Nos instalamos. Ella ha ocupado la recámara, nosotros nos acomodamos en la sala. El problema es qué hacer con los billetes, con esta “pasta”. Aquí no aceptan Master Card, ni cheques de viajero, ni nada de esas cosas que puedan reportarse en caso de robo o extravió. ¿Quién daría cheques de viajero en tiempos de guerra, versión especial? Qué dirías al llegar a la sucursal en ruinas. Primero carraspeas un poco para espabilarte la voz de seriedad, esto lo complementas al poner tu cara de idiota, es decir, de quien anda falto de billetes y dices: “soy corresponsal de guerra, ¿sabe? y mis cheques de viajero versión especial me los ha asaltado, o digamos, ‘confiscado’ o ‘expropiado’ un soldado de tal bando o un insurgente que pensó que mis recursos serían buenos para “la causa”. Sí, cuatro mil dólares americanos. No, sólo eso. Gracias por su atención”. Saldrías con una sonrisa de plena satisfacción en la cara y todo en orden. Pero no, de eso nada. Quizá el mejor banco en esta casa sea ese bote de jabón detergente (¿por qué las personas tenderán a decir “detargente”, con “a”? Sacar la bolsa del jabón, meter el dinero en el fondo del bote y volver a meter la bolsa. Arriba de
la caja del retrete, sí, quién sospecharía. Seguramente no es lo más apropiado, pero quizá es mejor que el tradicional bote de galletas de la alacena, además de ésos no tenemos en esta casa, aunque como en un rato vamos al “supermercado”
quizá compré algunas Oreo, seguro hay, siempre hay, son como la pinche Coca-Cola. No habrá un libro, tal vez ni agua potable, pero siempre, en la zona más inimaginable de marginación humana, hay una lata de Coca-Cola. La onu debería de contratarlos para distribuir los alimentos, quizá sería más efectivo. (Ahora que lo pienso las Oreo no vienen en bote.)
Era de esperarse, aunque novato en Kósovo, aunque ésta sea mi primera guerra, era de suponerse... No hace falta tener mucha experiencia (asunto por demás irremediable cuando estás recién entrado en los veinte años), ni tener el olfato periodístico (dos líneas arriba de catador de perfumes y uno cercano al nivel de perro antidrogas), como el que decía tener el petulante del colega italiano que encontré en el cuartel general
de la otan. La guerra ha dado un giro: los albaneses tomaron Kósovo.
“Nuestra casa”, uno comienza a tomarle cariño al espacio seguro de su existencia, y el cariño apropia las cosas, las hace que sean “nuestras” cosas aunque sea por un momento. Salimos de nuestra casa hace tres días para recoger material del conflicto en las afueras de Pristina y nuestra casa ha dejado de ser nuestra. Los albaneses han desalojado a serbios y de todo. No hay pierde, eso sí, son parejos. Nuestra casa está abierta y eso, digamos que en nuestras circunstancias, es imposible que suceda por un descuido de cualquiera de nosotros. Alguien está dentro, no hay de otra, alguien se metió. El caso es que, aunque con un poco de miedo, de zozobra, tengo que responder por el camarógrafo y la traductora, desde luego, aunque al final, también por mí.
Sin valentonadas (no hay necesidad de impactar a nadie), quizá mostrando un poco de recato, me abro paso y he entrado primero.
¡Es rubia y de ojos azules! mala combinación, Pepe, con una ciudad albanesa, morena, y entrando a una casa que ya ha sido tomada. Si me pidieran que propusiera a un icono femenino del ser-serbio seguro tendría que referir a la traductora, ¿se puede ser más serbio de lo que ella aparenta ser? Y con albaneses adentro, Pepe, mala estampa.
No había de otra, están instalados. Se adueñaron de la que fuera nuestra casa, lo hicieron en la
mañana de anteayer, el día que salimos. Si lo medito bien, quizá haya sido mejor que no estuviéramos. Ahora que estamos aquí hay de dos: la prioridad salir los tres ilesos y, la otra, si se puede, recuperar las cosas, la “pasta” e irnos al hotel para periodistas.
¡No hombre, ni lo pienses¡ ¿Por qué no antes? Aquí teníamos agua caliente, sanidad en cuanto al retrete, además estábamos seguros; en el hotel todo huele a caño, a mierda añejada, pues no han desasolvado los baños de la primera planta. Suponte que uno se aguanta el vivir como en campamento en los cuartos, como los otros colegas, es más, hasta puede uno imaginar que se fue a un camping escolar por unos días; pero los baños y el asunto del agua ni hablar. Eso lo tendremos que resolver si salimos de ésta. Tendremos que comprar una tetera para hervir el agua, acuérdate lo que te dijeron, que el agua está revolcada, en el mejor de los casos, pero ni qué decir de que hay cuerpos en descomposición en los tinacos. Cuerpos baleados de vivos sorprendidos buscando salvar la vida. Y pensar que un día se me ocurrió que sería el mejor escondite: un tinaco. Creo que lo mismo piensa el enemigo —cualquiera que sea el enemigo—, y eso de que te laves los dientes o te bañes con... ni pensarlo.
Cómo les digo que ésta es nuestra casa. La rubia se quedó atrás, prefiero que no hable (¿por qué no le hice caso a Berry? A lo mejor le entendí bien, a ver cómo era: “no le saques, Pepe”). A fajarse. Pues ni modo, el lenguaje universal, el más primitivo y del que nunca sabes si vas a salir bien librado: las señas.
Pues que sí, que es mi casa y que aquí están mis cosas (ni hablar de mi bote de jabón detergente que también está aquí). Algo le ha quedado claro a uno de ellos, que parece ser un campesino y tiene alma de liderazgo entre sus iguales (ya hablo como reclutador de empresa), le ha quedado bien clarito que, aunque moreno, no soy albanés. A mi me va quedando claro, ahora que sale de la casa, que si sale no es para dejarme vivir en ella. Tiene un dejo de rabia, pero también de seguridad.
Ni modo, tres tipos enormes y para colmo con pistola. No sé, la escena parece de esas de teatro, de aquellas que cuando va a bajar el telón final todos se arremolinan en el escenario. (Hubiera seguido en lo de la “artisteada”, digo, para aprender un poco en estas situaciones). Espero esto no termine en tragedia, que comedia, ni hablar, eso no es. Sólo no te pongas nervioso, Pepe, nada de nervios. (Si tan sólo estuviera aquí Héctor Vesga me enseñaría cómo hacerle al mimo y no jugarle tanto al vivo.)
¿La chica? ah, ella. No, no, para nada es serbia. Que no, nada de eso. Sí, viene con nosotros, es checa, para nada serbia. ¿Guapa? “yes”, pero guapa y checa. ¿Cuántas rubias de ojos azules hay en la República Checa? ¿cuántas morenas? Qué bueno que nos entendemos, nada de serbios aquí. ¿De la prensa? “Ya”, sí, de México. ¡Sí, tequila! Luego te mando una botella por sepomex si quieres, pero relájate “mano”. Pues sí, hombre, gracias, pero entre las opciones que nos da, de quedarnos a vivir con esta adorable familia (que ha tenido a bien hacerle de “paracaidista” y traerme tu grata presencia armada) o irnos de aquí, pues mejor nos vamos. “Of course!” Qué va, yo tengo una casita más bonita que ésta en México, sin ánimo de ofender, ni modo de empezar y terminar mal nuestra efímera amistad tequilera por un cuchitril como éste. No, pues si nos hubieran avisado hasta les limpiamos la casa, ¿verdad, checa? Guapa, checa y aplicada; pero “no” serbia. Qué bueno, si usted se ve inteligente, aunque la pistola le rompe un poco, digamos, el ángel, el estilo de genio que a leguas denota. Sólo un asunto más, si me hace el favor, necesitamos sacar nuestras cosas. Sí, rápido, ni diez minutos nos tardamos, pero por respeto, por un mínimo de respeto, si es posible, ¿podrían darnos esos diez minutos esperándonos afuera? ¡Hombre! no creo que sea mucho pedir a cambio de una casita tan mona. ¡Ah, sí! un cuchitril, claro, pero “monón”. Gracias, “yes”. Ya vamos.

Aventis. Contando disparos

...treinta y cuatro, treinta y cinco, treinta y ocho... cuarenta y tres... Hasta hace unos días, cuando volvía de reportar de la “línea”, de correr de un lado para otro, entre ese amasijo que forman los escombros, los gritos, mi desesperación y el olor a quemado; cuando volvía a la seguridad del hotel —esto que lleva el título nobiliario y mobiliario de “hotel” en un lugar en donde todo está en la inminencia de reventar, de fugarse al otro barrio—, hasta hace poco, pues, me costaba mucho conciliar el sueño, conciliar los reportes con la necesidad del descanso, conciliar el día con la noche y suspender un poco todo esto aunque sea por cuatro o cinco horas
...Cincuenta y seis...
Como cualquier sonámbulo a las siete de la tarde (pues hay que preparar todo para la “transmisión especial” a México) tuve que recurrir a contar ovejas —en mi negación a tomar somníferos—, aunque el fastidio de esta operación puede tener buenos resultados, lo cierto es que el problema de la conciliación vuelve: ¿cómo encuadrar animales de ensueño, blancos, pulcros, con esta realidad? ...Setenta y tres... Así que no fue difícil descubrir otra operación que puede ser más provechosa, digamos, más efectiva: contar las percusiones de bala a la distancia.
Recostado sobre un lado de mi cuerpo, con los ojos abiertos y fijos en un punto, quizá el vértice de la recámara que se alcanza a ver con la penumbra de la farola que tristemente cuelga de la fachada del hotel; una oreja al descubierto y la otra sobre la almohada, o sea una atenta a lo que pasa afuera
(...setenta y ocho...) y otra que de vez en vez me recuerda que aún me late el corazón, que sigo aquí.... Ochenta y una... En realidad me cansó de contarlas, además que intento ordenarlas como quien pone orden en el especiero de cocina o en el cajón de la ropa
(...ochenta y siete...) ya sea imaginando la distancia o por el arma de que se trate: automática, “semi” o “de las de antes”, que hay pocas. Con los minutos uno acaba por entender que el ejercicio es interminable y poco probable que sea real; quizá afuera algún astuto y cansado de gatillar puso una máquina automática (como esas que escupen pelotas de béisbol o de tenis), o quizá un megáfono que adorna el toldo de un coche desvencijado, pero funcional, en el que resuena una escena de alguna mala película de guerra, de aquellas que últimamente avientan en las salas de cine. ¡El cine! Sería bueno ir a una función, ¿qué habrá en cartelera ahora? ...ciento tres...

Aventis. De la guerra

No podría decir lo que es. ¿Quién podría hacerlo? ¿el político que lanza el grito de guerra; el que da la orden de mover las tropas, de comenzar el fuego? ¿el que salido de sus cotidianos quehaceres, ese que ha dejado clavado el azadón en la tierra, el trabajo en el taller, se convierte en insurgente contra la invasión o simplemente resiste como individuo a ser derrocado? ¿el terrorista y el facineroso de violencia que se inmolan con complicados argumentos y motivos? ¿las madres y padres que lloran a sus muertos? ¿los niños caídos como futuro que entinta la tierra de diferentes tonalidades bermellón? ¿los soldados que buscan la victoria al activar el gatillo? ¿los fabricantes de armas? ¿los que incrementan los dividendos con su oportunismo? En verdad, quién puede decir a ciencia cierta qué es. ¿Los estudiosos metidos en un despacho entre libros? ¿Los analistas internacionales? ¿El sentido común de los ciudadanos de de a pie?
No he venido aquí a decir lo que es la guerra. Finalmente todas son tan iguales: estornudos de balas, misiles de corto y largo alcance, el sudor y el presagio del temor, los cócteles explosivos preparados en alguna cocina improvisada, el horizonte devastado, el paisaje roído por el odio común, las declaraciones de inocencia de uno y otro bando en las conferencias de prensa, los uniformes militares,
las ajadas ropas de los civiles. Finalmente, también, todas las guerras son tan diferentes: geografías extrañas, ciudades y poblados con historias recientes o pasadas, armas novedosas, otras generaciones laceradas por traumas, traiciones y coaliciones emergentes.
Nadie puede decir lo que es la guerra, sólo podemos relatar lo que es y ha sido esta guerra o aquélla. Entre las incertidumbres de sus inicios, de sus desarrollos y de sus consumaciones, una certeza es ineludible: siempre pierden los mismos, los que mueren; aunque no siempre los que viven son los victoriosos.
¿Justas? De las “guerras justas” alguno que otro se ha atrevido a hablar. Yo no puedo. Las precisiones al concepto de justicia dan para tanto y también para poco, se tironean de un lado a otro como en el juego aquél en el que los críos suman sus esfuerzos para halar más cuerda que los de la punta opuesta. Aquí ni allá puedo ser juez de la guerra. Después de las cinco guerras, mismas que vengo a relatar desde mi mirada y mi humana condición, puedo afirmar que no soy juez de nada. Juez y parte nunca se han conciliado del todo bien y sí del todo mal. Mi testimonio como “corresponsal de guerra”, como corresponsal de cada una de estas guerras, me lleva un poco a suspender mis juicios, y a suprimir mis
prejuicios. Soy parte, pero no a la manera de los implicados. No me lleva una vocación patriótica o una convicción ni un anhelo de la búsqueda de la razón, de saber de que lado está la razón. (Quizá, una nota y sólo nota, y sólo una, entorno a la guerra es la suspensión de las razones, el límite total en que tocamos y trasgredimos los medios políticos y culturales para comprender al otro y a uno mismo en todas las dimensiones vitales.) A cada guerra a mí me lleva un avión y me trae otro de regreso. Hago las maletas con una vocación de periodista, riego las plantas y cierro tras de mí la puerta con una disposición de presentar lo que sucede como parte de la historia de la humanidad en estos siglos xx y xxi. En tal sentido soy parte de un conflicto armado. Soy parte, además, porque los medios de comunicación han alterado las formas de desenvolverse, con todo y lo caóticas que puedan ser, las violencias, las simulaciones y la auténticas situaciones de paz momentánea. Entre las metrallas y los fusiles, las pistolas y los morteros, las infanterías, algunas aún con infantes, y las caballerías sin caballos, yo porto una cámara o un micrófono, un estorboso chaleco antibalas y la firme esperanza de volver a casa. Soy, añádase, parte de estos conflictos como testigo, como un individuo cualquiera, hombre o mujer, que busca entre toda su subjetividad la mayor imparcialidad y objetividad posible.
A la pregunta más inmediata empezaré por confesar de antemano no, no me da miedo. No creo que esto llegue a virtud, pero tampoco creo que degenere en vicio. La tolerancia a la vivencia de los extremos del terror, la intimidación, el sobreponerse a los excesos de aquello que es un hecho, es decir, de lo que los seres humanos podemos ser y hacer, me brinda las facultades para este oficio particular; pero ante estas vísceras facultadas, este “hacer de tripas corazón”, es mi elección la que me embarca en la ciudad de México con las botas puestas, la placa con mi nombre colgada al pecho; me embarco, pues, así como en Nueva York, Tokio, Madrid o Buenos Aires otros colegas lo hacen de la misma manera.
Ahora, sumergido en la trinchera de mi ciudad, mis compañeros de trabajo y amigos; en el terraplén de mi casa, del cariño de mi familia; ahora, sí, ahora metido en el campamento de mi oficina, entre mis notas, mis fotos, mis recuerdos y de cara a las conversaciones de aquellas cinco guerras, tengo la maleta medio hecha, pues aunque no lo deseo ni lo añoro para el mal de nadie ni provecho de pocos, me mandarán a traer para preguntarme si quiero cubrir otra guerra, la sexta, otra incompresión desatada. Soy un corresponsal de guerra. Diré que sí

Aventis. Silopi's bar

Silopi”, parace el nombre del pueblo natal de Serendipiti o un parque de atracciones de Snoopy. Pero nada de eso. Silopi es un pueblo del Medio Oriente alejado de cualquier medida de pintoresco lugar para vivir. Silopi está a la mitad del aburrimiento y muy cercano a la desesperación, hace frontera con el hastío y de souvenirs en las tiendas de Silopi venden amuletos para el olvido, para olvidar que estuviste ahí.
Quizá no es para tanto, quizá estoy exagerando, pero la ubicación es precisa: queda
cerca de ese punto en el que se ubican los poblados de cuyo nombre y cuya ubicación “no quiero acordarme”, como ya dijo aquél (combatiente y luego reportero, venido a escritor de aventuras de caballerías, quiero decir, un narrador de aventis).
El caso es que aquí estamos: Silopi. Entre la espada y Silopi (anoto: cuando me sienta atrapado o asfixiado en un problema tendré que decir “estoy entre la frontera y Silopi”). Nos cerraron las fronteras y aquí terminamos Oñate, yo mismo y un montón de la prensa internacional. Irak del otro lado. Irak en guerra, en tensión. Aquí, Silopi en paz, en esa paz que conocen los pueblos de cualquier lugar del mundo, que te apaciguan en descanso por unos días pero más de una semana te receta en la cara el aire del aburrimiento, de la cartelera del cine que no cambia en dos meses, de los mediodías desiertos, de los dos canales de televisión abierta; en suma, días infinitos, hoyos negros de la rutina, una rutina oscura en la que no hay nada que reportar.
La abuela nos mantenía a todos los nietos ocupados en algo, decía que así no tendríamos cosas malas en que pensar. Conmigo nunca funcionó. En realidad mis acciones eran las consecuencias de mis profundos pensamientos que no tenían descanso: atar jicotillos con un hilito y hacerlos zumbar a mi alrededor, pasarle lista a todos los timbres de la colonia tocándolos y echándome a correr, colarme de contrabando al circo cuando estaba cerca de casa, pagar los helados con la mitad de un billete de 500 pesos, es decir, realizar el profundo milagro de multiplicar los helados. Las consecuencias a veces eran funestas, pero me las resolvía para pensar en algo más, en mantenerme ocupado, como quería la abuela.
El ocio ha sido el padre de mis inquietudes, el patrocinador de mis ocurrencias. Porque, a ver ¿qué hace uno después de que el fastidio ha llegado dos niveles arriba de la motononía y uno más abajito de “me lleva la chingada”? Pues lo que hace es organizar una fiestecita en un bar de bailarinas de moral distraída en el “Silopi’s Bar”. (Anoto: si algún día me retiro de la corresponsalía quizá lo mejor será dedicarme a poner franquicias de “Silopi’s Bar” en los pueblos más aburridos que he conocido.)
Desde luego que mis planes no son sólo míos. Para organizar una fiesta nunca sobran estrategias, y Oñate es un estratega que el buen Hussein ya quisiera entre sus comandantes.
El caso es que buscando qué hacer, Oñate y yo encontramos el “barecito”. Aplico comillas por obvias razones: primero, porque el diminutivo de bar podría pecar de inocente; segundo, porque el lugar sinceramente no es lo que se dice un club caballeros ejecutivos vip (afortunadamente el clasismo que se va desparramando por el mundo entre casinos, salas de cine y clubes nocturnos, aún no llega a Silopi —Very Important People, v.i.p., ¡joder! cómo se han flexibilizado los criterios para decir lo que es una persona muy importante); tercero, porque en Silopi para que algo se denomine un bar requiere alcohol y gente consumiendo alrededor de una botella con su agraciado contenido.
En Silopi’s Bar el pueblo exhibe la exuberancia de sus señoritas Medio Oriente. Su tez morena se convierte en todo símbolo, en todo un cuerpo de significados en movimiento, en traslación y rotación constante: entre la barra y el tubo. Eso lo sabemos Oñate y yo porque hemos ido ha hablar con el gerente, administrador, tesorero, abogado y dueño del lugar. Todo en una sola persona robusta como el mundo, bigote amplio, bello en pecho y camisa sudorosa con tres toques de pestilencia, que según él resaltan su virilidad; aunque Oñate y yo determinamos que lo único que resalta es su
falta de higiene, y sobre todo desconsideración hacia su distinguida clientela regular.
El acuerdo se ha dado entre canciones de Aero Smith, Rolling Stones y Vanilla Ice —como apreciada música cosmopolita de fondo—; lámparas neón color verde en la barra y azul para ambientar las mesas de madera; humo de tabaco oscuro emanado de pipas de agua al centro de las mesas, un poco de hachís fumado de contrabando y el humo que amablemente nos regala la máquina expendedora de humo artificial (al estilo fiesta-mexicana-de-quince-años para la princesa-de-la-casa, cierra-la-calle-pon-la-lona y contrata-al-sonidero-cumbiambero, no olvides los padrinos de vino). Nuestro contrato ha sido difícil: entre un básico idioma inglés, con interjecciones en árabe por parte de nuestro arrendador e interjecciones en español mexicano de nuestra parte. El trato quedó así:
Sin señoritas bailarinas. Se agradece, pero no son necesarias.
El Silopi’s Bar se abrirá exclusivamente para nip (Not Importan People. Anoto: ¿se dirá así? porque entre el árabe y el idioma albúr, que estoy aprendiendo a dominar, el inglés me está abandonando), que en este caso son los sesenta corresponsales, fotógrafos, camarógrafos, traductores y todo lo que se deje caer de la prensa internacional que invitaremos.
El Silopi’s Bar no se reservará el derecho de admisión y nosotros no pondremos a ningún cadenero al estilo “Charly-de-la-puerta-déjame-pasar” (lo cual nos ha obligado a Oñate y a mí a abandonar prácticas de cultura chilanga de discriminación social y racial).
De la cláusula 3 anterior se infiere que podrán entrar nuestras compañeras mujeres de la prensa, lo cual ha obligado al administrador del Silopi’s Bar a abandonar sus inercias machistas.
No cover. (Anoto: en el sentido lato, no en el de espía.)
Los ingresos generados por el consumo son para el Silopi’s Bar, por lo que no obtendremos comisión ni Oñate ni yo.
Prohibido poner de música ambiente a
Vanilla Ice.
Los arrendatarios, o sea el buen Oñate y yo, pondremos la música en el megáfono modelo-año-del-diluvio-universal que consistirá en música mexicana y seremos accesibles a propuestas de nuestro colegas, aunque inflexibles a poner a
Vanilla Ice.
No aplican restricciones y nada de letras chiquitas.
Después de tres cervezas y cuatro tequilazos hemos cerrado la negociación. Oñate y yo hemos salido a las 9 pm. orgullosos de esta nueva faceta de organizadores de eventos. Aunque en realidad el hecho se había cerrado desde un principio. La amplia humanidad que representaba el dueño del lugar echó cálculos desde un principio: sesenta extranjeros varados en Silopi, aburridos hasta decir “la chingada” y con dólares debajo del colchón, representaba la posibilidad de renovar la máquina de humo artificial que ya empezaba a expedir emanaciones de diesel y cable quemado.
Nos levantamos temprano: 10 am. ¿para qué tendríamos que hacerlo aún más temprano en este pueblo? El plan estaba trazado: hacer el recorrido por todos los hoteles, casas de huéspedes y restaurantes en donde podían haber o acudir colegas de la prensa. Con papel, plumones y cinta adhesiva pegamos los letreros que después de darle vueltas decidimos redactar así:

The border is closed,
but the party is open
Silopi’s Bar. 7:00 pm.

De las primeras dos línea del cartel Oñate estaba empeñado en enviarlas a la empresa HallMark para que la pusieran en sus postales, de lo cual nosotros cobraríamos un porcentaje. Pero decidimos que nuestra aventura de empresarios había terminado con el trato para la fiesta, sobre todo en la conquista de que no sonara Vanilla Ice en
Silopi’s Bar.
La fiesta ha sido todo un éxito. Llegaron todos. ¿Colados? Como siempre, pero se han comportado. El problema es que nadie, ni el propietario del lugar, ni Oñate y yo hemos recordado algo que en estos tiempos no se puede olvidar.
Veamos. Estamos en Turquía, en frontera con Irak, Irak está en guerra, y a las 11:00 pm. todos los comercios, incluido un barecito de un poblado olvidable, deben cerrar. La consecuencia está aquí enfrente. Claro que esta consecuencia tiene nombre, una placa que dice Servicio Secreto (que para mí ya no es tan “secreto”) y una ak-47, manufactura del buen Kalashnikov. En realidad los del Servicio Secreto (que nunca he entendido bien para qué “sirven”) llegaron a las 10:45, hace 15 minutos. Pensaba que eran otros colados, pero se sentaron tan tranquilamente que tuve mis inquietudes. Desde luego que cantando el coro de “El rey” con un vaso doble de tequila en mano, pues se le resta importancia a ciertos detalles. Sin embargo, a nuestro satélite humano, es decir, al dueño del lugar no le pasó nadita inadvertido. Mientras yo cantaba “con dinero y sin dinero/hago siempre lo que quiero...” comenzó a decirnos que la fiesta se terminó, aunque en realidad decía en inglés “game over”, creo que por una secuela de las máquinas de videojuegos que tiene al fondo del “club”.
“No me amueles si apenas se está poniendo bueno... No qué, nada del Servicio Secreto, pues les mandamos una de tequila y ahorita se alivianan... Sí, pues, ya verás, pérate, pérate. ¡Oñate, hermano! ¿cómo ves? que nos quieren cerrar... pues es lo que le estoy diciendo... No Oñate si un ‘cuerno de chivo’ hasta el jefe-de-jefes de los Tigres del Norte tiene, no se me espanten... A ver, ¿cuál señor? ¿aquél? Vamos a hablar con él.”
En realidad la conversación podría ser la misma que aquella que tuvimos con el planetoide del dueño del Silopi’s Bar, todo se desarrolla entre árabe, español e inglés, ¡ah! salvo un detallito: el cañón “cuernín de chivo” no deja de pasearse de mi sien a mi cara. Creo que no doy buena pinta de empresario con botella de chelita en la mano, que cambié por ser una bebida más suave para entablar conversaciones, según mi reciente experiencia adquirida como dealer de eventos.
“No, a ver my officer, ¿qué le invito?... sí, sí, ahorita nos vamos pero si no me apunta con ‘la tartamuda’ llegamos a un mejor acuerdo... pues usted perdonará que empuje el cañón, pero ¿sabe? malas costumbres de quien no está acostumbrado a ser encañonado mientras platica”. No sé, creo que en un bar chilango todo mundo estaría en el suelo, o todos habrían salido corriendo al ver la escenita ésta; pero aquí siguen empinando el codo, y ahorita mismo que termine este asunto con el Servicio Secreto iré a ver quién coño puso a Vanilla Ice.
El arma me apunta a la cabeza y más rápido de lo que la aparto vuelve a estar en mi sien. “Mira, somos de México, somos reporteros, todos... no claro que no todos somos de México, pero el señor aquí presente, Mister Oñate y yo, sí... ¿que hay mujeres? pues sí, reporteras igual que nosotros... Entonces, ¿no se toman una con nosotros?”
No sé francamente qué fue, pero se han ido y nos han dicho que hasta las 2 am. nos dan chance. Platicando con Oñate yo dudo que hayan sido los ofrecimientos de compartir los elixires del agave o la cebada, dudo también que fuese la horrorosa música de rap de Vanilla Ice en tiempos de guerra sonando en el bar de un pueblo que por unas horas dejó el hoyo negro del fastidio y dio paso a la luminosa alegría de unos corresponsales sumergidos en la ociosidad lo que nos dio “chance”. Como sea, los del Servicio Secreto nos han secreteado la
confidencia de que la frontera se abrirá mañana; de momento sigue cerrada y aquí la fiesta abierta.

Aventis. Alina a Media luz

Ni Tolstoi, ni Dostoievsky, ni Chejov tienen esta seducción del ruso que tiene Alina. Es su sonoridad, su repercusión en las paredes de mi tímpano (anoto: ¿será el tímpano?) lo que dota a su idioma de los encantos Urales y siberianos de una ex urss en mi fantasía. Muy probablemente me equivoco. No sé leer casi nada, que es nada, el ruso; pero me imagino que así es.
Cuando Alina quiere decirme algo en español, una confidencia para que nuestros interlocutores no se enteren (el ruso aunque es lengua indoeuropea, no resulta difícil a sus parlantes asociar palabras con el español, cosa similar, y por demás incomprensible para mí, a la que pasa con el portugués, pues me resulta difícil entender este idioma) extiende un lienzo de palabras entre ella y yo que va jalando con las perfectas pausas entre sus labios rojizos y el espiral de mi oreja. No sé cómo lo hace, es un verdadero enigma: acorta las distancias. ¿Cuántas palabras hay entre la perfecta dicción y el bisbiseo que separa a un mexicano y a una uzbequistaní? Supongo que las mismas que había entre mi amiga argentina y yo, cuando me cantaba con su español bonarense “A media luz” haciendo el mismo trayecto. (Anoto: al volver a México, si es que un día regreso, ingresar a clases de tango.)
Si me resulta imposible desentrañar el enigma de este fenómeno sonoro, por demás harto femenino, lo que me causa extrañeza es la manera en cómo grita Alina ahora mismo. No sé si está traduciendo lo que digo y como se lo digo. Al principio conservó la calma, se le notaba tranquila. “Haz lo que dicen”, el recorrido entre nosotros fue instantáneo pero con la misma entonación seductora cuando me lo dijo.
A mis 24 años algo me ha quedado claro: prefiero que me asignen traductoras y no traductores. Del traductor pende mucho de la vida que llevas encima, que es una y nada más. Alina intenta hacerme entrar en razón, pero el problema es que estoy en ese momento en el que siento que me irrumpen los derechos de libertad de expresión y en el que me está ganando la hormona de machito, ¿será porque hay público femenino: Alina? He querido hacerle al Óscar Cadena de Cámara in fraganti pero se dieron cuenta y tuve que apagar el “record”.
“Pues diles que no me subo, Alina, que no”. Es enero y hace frío. Cuando hablamos nos sale el vaho, creo que el de Alina es el más denso, expone mejor que el de ellos y el mío la densidad y lo acalorada de la situación. Alina no para de hablar, es impresionante verla cómo se cambia de canal entre el ruso y el español con el simple movimiento de cabeza.
Ella estaba ya arriba del auto patrulla y se apeó cuando vio que le dije al de la militsiya por primera vez que “definitivamente, no”. (Anoto: el “definitivamente” nunca es tan definitivo.) No me gustó que me jaloneara la cámara. En primera porque no me gustan esos modales, segunda porque es “mi” cámara (por aquello del cariño que se apropia las cosas), tercera porque ni modo que llegue con mi carita de escuincle tarado con Aniceto Menéndez y le suelte el rollito de me quitaron la cámara. No sé si el asunto iba para tanto o sólo me querían ayudar a cargarla para subirme cómodamente a la patrulla; como sea, yo no le digo a ninguno de éstos: “a ver mi ‘poli’ le voy a hacer un stand up pero présteme su legendario ak-47 para que salga más regio”.
“Que ni madre, Alina, no me suben y me tocan y se meten en un problemón. Díselos”. No les está diciendo todo, digo, con todo y la ofensa, sus intervenciones son muy cortas. Como sea el idioma ruso en ella sigue siendo muy diferente al de éstos. Quién sabe si Aniceto hubiera hecho otra cosa como el corresponsal asignado que es ¿por qué nos separamos? ¡Carajo! Yo por hacer más tomas, pues es mi chamba en este rol de camarógrafo, pero Aniceto tiene más “colmillo”. Creo que me estoy pasando de la raya. Como sea, ellos también.
“Pues qué, oficiales, no que esto ya no es el sistema opresor de la Soyuz Soviétskij Socialistíchieskij Respublik (anoto: mi ruso se reduce a nombrar a la ex urss o la ex sssr —como dirían los entendidos, por sus siglas en ruso— y a decir gracias, buenos días y adiós), no que un país muy
libre y muy democrático, salido del oscurantismo de la dictadura? Diles, Alina”.
¿De qué lado estará Alina? Estoy perdiendo su atención, está espantada, es eso o el frío lo que ha hecho que se ponga pálida. En el fondo y en la superficie Alina sabe cómo funciona esto: una faltita de respeto y Do svinadiya! in extremis, o de menos un rato en el bote-llón. “No, Pepe, no le puedo decir eso, por favor, súbete”. Otra vez ha ocupado ese tono que me edulcora la cerilla interna de los oídos. “Bueno, bueno. Vamos, pues”. Aquí es en donde el “definitivamente” es algo así como, “pero conste que sólo porque me lo pide mi traductora de esa manera”.
Nos han traído a las oficinas de la poli. No se le baja el espanto a Alina. Sumo y sigo: “no ¿por qué? Es que definitivamente no voy a subir a ese edificio, si no quiero... Que no, Alina, estábamos grabando, sólo eso; no sé si no les sube el agua al tanque, pero ¿y la democracia? ¿y la Perestroika?... Bueno sí, eso, como se diga (¡matanga! con el ruso ni quien te gane, Alina)... ¿Qué dice?” “Dice (otra vez esa ensoñación rusa, órale Alina, sigue hablando que si me dicen que me llevan al paredón pues me voy siempre y cuando no dejes de hablar), ¡Pepe!”, “¡mande!” (anoto: no aprendo a no decir “mande”, ni porque los españoles se reían aduciendo que hablo como sus abuelitos) “Dice que es la misma democracia de México con el pri y que si no subes te van a poner ‘así’ con la cámara arriba un ratito”.
Ni modo, pido disculpas. No entendí eso de que me van a poner de tal o cual manera; después de lo que oí me siento un poco ultrajado en mis exigencias democráticas. Supongo que para como me van a poner no tiene nada de extravagante a los usos y costumbres de mi tierra entre tambos con agua y cables eléctricos, “tehuacanazos” y joyitas de nuestra militsiya; pero el punto ese de la “democracia” fue letal.
“No, pues vamos”. Diciendo y haciendo tomo la iniciativa y “pues adonde usted me diga mi ‘militsi’, ¿la cámara? Faltaba más, aquí la tiene”.
Seguro están revisando el material, no hay nada qué temer por su contenido. Ahora que Alina está lamentablemente callada, no dejo de pensar en qué hubiera pasado si mi ruso fuera más fluido y más rico de lo que es: seguramente me hubiera dado la media vuelta despectiva, “con paso del desdén” incluido, y ahora quién sabe si en lugar de estar en una oficinita de aquí arriba no estaría en los sótanos de allá abajo. Alina no sólo es mi traductora, es también quien comprende cómo actuar y me guía como buena camarada. Es claro que cuando yo eché rayos por entre el cerco de los dientes, ella decía otra cosa cuidando la integridad de ambos. (Anoto: los traductores son la tenue diferencia entre oficina y sótano para el corresponsal.)
“Oye, Alina: eres lo mejor. Ty ochen’ umnaya. Bolshoye spasibo za pomoshch !”

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Ciudad Dormida

Esta es la hora en la que su impaciencia, su ansiedad, su desesperación y su indescifrable y matutino mapa de pirata con su “X” para encontrar la risa en este mundo se concilian por una extraordinaria cesación del fuego. Las 3:15 am. y afuera —más allá de estos muros de casa con sus venas y arterias que forman los cables de electricidad; más allá del mensaje de su madre en la máquina con su “adiós, cuídate y llama”; más allá de las cosas pequeñas y grandes que hallaron refugio como vagabundos sin techo detrás de estos ventanales— la ciudad se mueve lentamente.
Aquí, con mis zapatos al pie de la cama y los libros abatidos en la mesa del comedor, soy un espectador de la maravilla ocasionada por esa tregua silente y la paz que apenas puedo creer porque se me contagia como una peste entre las callejas de mis ideas y los énfasis de mi juventud. Afuera —recapitulo— estarán las imprentas del diario de hoy escupiendo los sinsabores de sus notas ilustradas de una Ciudad Capital como ésta; los automóviles ensoñadores aparcados a la orilla de las aceras y los cafetines —éstos, calmos, con sus sillas encimadas sobre las mesas—; estarán los trabajadores empecinados en su eterna vocación de mantener la ciudad en remodelación o demolición, ese puñado de especialistas que trabajan horas completas a marchas forzadas por hacer surcos, por levantar el asfalto de esta ciudad y poner —por inercia de la publicidad contemporánea— sus flamantes letreros espectaculares naranjas y amarillos de “hombres trabajando”, para después volver a tapar con asfalto la herida citadina. Allá afuera, dos calles después, la avenida principal, extensa y dilatada por el día, pero pequeña y astringente a esta hora; estarán ahí los que no pudieron volver a casa, los que siguen caminando sin llegar jamás, sin encontrar al colectivo 38 para volver al barrio del que salieron un buen día para ir a la movida del centro; afuera, las farolas incandescentes encendidas burlándose de los inocentones con su preocupación por el calentamiento global; estará, ahí mismo, el perro callejero, la luz neón tintinante del último bar de mala nota, el taxista predador, los polis dando vueltas en su autopatrulla —con las luces azules encendidas y las sirenas calladas— como turistas de habla inglesa.
Todo pasa ahí, en esta ciudad zumbante que intenta, que empuja y presiona para conciliarse a sí misma en la contradictoria y absurda manera de seguir siendo sí misma tan exiliada; es decir, mantenerse en su vocación hacia la negación total. Hace tiempo que ya no hay poemas ni novelas —a pesar de que los poetas y escritores se quedaron atrapados en sus propias rimas y adjetivos en el barrio de moda— que la salven de su propia perdición, sólo posmos derrotados aficionados al fút, amas de casa con telenovelas y chavales desilusionados en las gradillas de los parques al pie de algún caído—. A esta ciudad le quedan, como residuos importantes, sus trabajadores y sus picos, sus máquinas con su “ta-ta-ta-ta-ta”… monótono y repetitivo y metálico para decirse a sí misma.

Pero ella, ella otra, aquí tendida hace que todo lo anterior sea vano y sufrible; su aroma rectifica los errores que la ciudad deja tras de sí. Yo camino siguiendo las huellas que cada rectificación estampa: sus carteles de eventos encimados unos con otros para el viernes entrante; por eso, quizá por eso, llego atraído a esta habitación, me tiendo a su lado y miro cómo es que todo se restituye en ella y emana desde ella. Cuando me voy lejos, a otros soles y otros tiempos, son estos minutos de las tres de la madrugada de cualquier estación del año los que más anhelo, estos minutos en los que me rectifico con ella ahí, tibia y dulce como una fruta que madura sola sobre la mesita de la cocina; aquí, tan cercana, con el cabello sobre su propia sombra, que ahora también se concilia con su carne todo tiempo y su verbo. Definitivamente es el aroma, este aroma que la hace ser ciudad entre ciudades, urbe de abriles con almendros en flor.
Transito con la imaginación esta ciudad dormida como un ciego con bastón; esta ciudad que es ella, con su mercado, sus terminales ferroviarias para marcharse lejos, sus dos ríos, sus verdes campos para tumbarse y mirar el cielo. 3:17 am. me tiendo sobre mi propia e inauténtica sombra adoptiva que busca la suya en esta penumbra. Afuera, la ciudad continúa; aquí soy felizmente un transeúnte que cruza su paso cebra con la luz ámbar.

Instrucciones para despertar

Odie, odie más allá de todos los límites de lo imaginado por usted; sienta, recuerde el odio más grande sentido hasta ahora; vuelva a sentirlo, multiplíquelo quince veces, elévelo a la potencia de n (en donde n es su temblor de manos empuñando la rabia, su mirada fúrica, su recuerdo más vívido de una traición que le permita recrear al ser odioado; y siga sumando odio, porque n es su odio al padre del que cuentan los psicoanalistas; su odio a sí mismo del que cuentan las religiones para perderse como hombre y ganarse en lo divino; siga odiando sin detenerse, sienta y recuerde todo lo que trabaja y luego tenga presente el pago de su nómina en cheque que algún insensible del departamento de recursos humanos cree que se merece usted por ese trabajo, llegado a este momento odie a su trabajo, su jefe, al pagador, a la cajera del banco y luego a usted mismo por ser un sumiso ante esa situación) y dirija la suma, multiplicación y todo aquello que el profesor enjuto y malvestido de matemáticas le enseñó. Después de su operación aritmética del odio, después del signo de = dará usted con el sentimiento preciso que ahora le recorre horizontalmente el cuerpo de un lado a otro: ha sonado el reloj despertador.
Recuerde que el término “despertador” es ampliamente ambiguo. Si el aparato, que los hay de los más diversos tipos, hace lo propio de sus funciones pero la persona no despierta es de cuestionarse la viabilidad de su nominación en idioma castellano. Recuerde, además, que esta digresión sobre el “despertador” y el despertar es inservible para los fines del instructivo que usted tiene entre manos.
El eje de esta primera instrucción es odiar de maneras indecibles e inefables, pues pese a lo que puedan afirmar otros instructivos, faltos de los más mínimos recursos dialécticos y algebraicos —como los que usted ha empezado a encontrar aquí con toda precisión— “despertar de buenas” es improcedente. En su sano juicio —asumiendo que usted se encuentre en su sano juicio— ningún ser humano del siglo XXI puede despertar de de buen humor. La idea de volver a ser sí mismo es ya de suyo un factor ponderable para tirar por la borda todo resquicio de bondad; de ahí, también, que usted pueda constatar el hecho de que muchas filosofías y guías espirituales se muestran afanosas por mantenerlo a usted dormido y sumergido en un sopor de negación total de su yo. El odio a la n potencia es, por tanto, una manera de centrarlo en su propia persona, en los estremecimientos más suyos por cuanto más destructivos; pero vaya con calma y siga con firmeza este instructivo hasta el final.
Odiado todo sin ningún sentido, ahora sabe usted de lo que es capaz. Niéguese a abrir los ojos, apriete con fervor los cuatro párpados que lo esconden del mundo, pues finalmente el mundo real se acota al plafón blanco de su recamara, al buró de madera que tiene a un costado, en el cual su cajón alberga las pistas de lo que usted un día depositó ahí por creerlos objetos útiles y queridos para su vida: tarjetitas de presentación que no recuerda quién se las dio, píldoras para malestares que jamás volvieron, quizá la foto de algún ser querido que dejó usted de querer, y alguna identificación caduca. El buró mantiene, entonces, todo un microsistema, pues además de sus entrañas de cajón, sostiene su lámpara de mesa en donde se corona su foco incandescente de luz cálida con su dosis del polvo; sus monedas que sobrantes del día anterior; su prótesis telefónica de comunicación móvil, y, por si fuera poco, el mencionado reloj despertador. Siga apretando los párpados, recree para sí su ropa al pie de la cama, sus zapatos plenos de cansancio que usó ayer… Aventuré la idea de su mundo más allá aún, el territorio de su vida, el dominio de su existencia: su ser amado, en la tibieza de su estar a un costado de usted (si es que usted no vive miserablemente solo por las incompresibilidades de la vida); el colchón “ortopédico” (término que usted no alcanza a entender pero que le suena a promesa de algo correcto y deseable para el descanso) en el que usted reposa. No abra los ojos, aunque la curiosidad le desgarre la ansiedad, recuerde que más allá de lo que digan los métodos filosóficos clásicos, el mundo sigue ahí, y nadie, y menos una divinidad, se empeña en engañarlo; pues si alguna certeza hay es que la sala de estar, el frigorífico incansable en su tarea de negar el calor interior y salvaguardar los lácteos y los vegetales, así, como las sillas del comedor, el televisor, la cafetera, los platos y los vasos de vidrio, todos ellos existen con su pesada materia que sólo se transforma, porque usted se agobia ocho horas diarias en un trabajo insoportable, sí, pero que le ha redituado lo suficiente mes con mes para que esas cosas perduren ahí mientras usted duerme y las pierde vista.
Más allá, entrados en el reino de la probabilidad y la hipótesis, es dudable, ciertamente, que la ciudad siga ahí, que el expendio de periódico de don José, el metro y sus estaciones, los bancos y su dinero en bóvedas blindadas, los edificios con sus fachadas, los autos aparcados, así como Diego el portero y todos los seres humanos sean. Salve de esta “dubitabilidad” (término técnico que no aparece en el diccionario de sinónimos que en otro instructivo se señala) la oficina en que usted trabaja, porque es seguro que ésa sigue ahí y en unos momentos más deberá dirigirse a ella.
Distienda los párpados, con paciencia plena permita que el mundo recreado corroboré lo que usted tan sistemáticamente pensaba. Esta reconciliación es un signo inequívoco de que es posible la reconciliación secundaria; aunque no se trata de que del odio indecible e inefable pase usted al amor pleno e ingenuo. Reconstrúyase, forme una idea clara y distinta de sí mismo, por difícil que esto le parezca, añórelo con sentida desesperación. En este momento, usted se dará cuenta de que no es posible amar todo en contraste con el odio sentido. Así, porque ser usted mismo no es lo mejor que pueda pasarle. Por lamentable que le parezca esto último, es necesario que abandone, en un esfuerzo de extremado ascetismo, todo sentimiento sobre usted, su vida, sus fracasos y sus frustraciones; observe que evitar el victimismo en este plano es tan importante como descartar toda evidencia de arrogancia necia. Recuerde, por favor, recuerde, que siempre se puede estar peor, y que si la mejoría le parece inalcanzable a estas horas de la mañana, los límites de la decadencia nunca son del todo específicos a lo largo del día.
Corroborará que, efectivamente, el buró, la cama y todo cuanto a usted le pertenece (engaño supremo, pues es usted el que le pertenece a las cosas) está ahí. No sienta alegría, por favor; manténgase en “ataraxia” (término griego que usted deberá investigar en las ignaras páginas de internet) ahora que ha recuperado el mundo. En la insensibilidad de todo y a toda prisa, antes de cualquier respuesta a las insalvables de su naturaleza humana, pase de largo del sanitario y diríjase a la cocina. Ahí encontrará la cafetera, sus provisiones de café molido y el agua indispensable. Prepare una taza de café, quizá, por sus intuiciones que hacen de usted un ser extraordinario, preparará dos tazas de café finalmente (lo cual es irrelevante para este instructivo). Incline su cuerpo hacia delante y aspire profundamente los aromas que destilan de la cafetera; en este punto con calma y suavidad cierre nuevamente los ojos, piense en lo generosa que es la vida con usted por darle estos momentos, vierta una lágrima de gratitud colmada por un ojo o dos si usted es un ser de sensibilidad rayana en la cursilería (evite sollozos, espasmos o cualquier gesto extralimitado para el caso).
Éste es el momento de comenzar a sentir de nuevo que la vida le llama, la dialéctica positiva y confirmada de que fue absurdo odiar tanto y de tal manera cuando sonó el despertador.
Recobre una posición recta de su persona, de su alma y de sus pensamientos. Ahora puede estar seguro que todo sigue ahí, pues desde vidriera de la cocina, ahí en donde se filtran las partículas, los neutrinos y todo lo que le da su extravagante consistencia a la luz, proveniente de su manantial solar, viajando a miles de kilómetros por segundo, entra por la ventana que usted tiene de frente. Así las cosas, es de esperarse que don José, el metro, los edificios, Diego el portero y todos, sí, también y desgraciadamente, su oficina, estén ahí, esperándolo.
Desvívase por favor, por dejar el odio tan colosal cuanto espantoso que le instruimos; haga lo que hace por vivir todos los días, probablemente esa empresa en la que usted se afana por deshacerse y que le lleva a consultar su horóscopo, o a ver los programas televisivos, a imaginar un mejor amor que el que tiene (si es que lo tiene y no vive miserablemente solo), a suponer que en otro lugar del mundo usted sería mejor valorado y más querido; pero haga lo que haga, despierte, despierte del todo y sepa que los otros existen, que los edificios y sus muros, que el metro y sus pasajeros, que el periodista y todos los demás están ahí; quizá merezcan ser odiados como usted supone (más o menos no importa al caso), pero no olvide que debe llegar al trabajo a la hora precisa para recibir el bono de puntualidad que tanto le hace falta para hacerse de un nuevo despertador, más amable y humano en su sonido.

Intrucciones para salir de casa

Instrucciones para salir de casa
A. Aguirre



Sopesando los imponderables e impostergables y todos los imposibles mismos que el vivir lleva consigo, habrá que detenerse un buen día (como cuando se es tomado por sorpresa a mitad de la calle en la jornada de su cumpleaños número cuarenta y de regalo se abraza el frente del colectivo 185 que es tripulado, a más los 90 kilómetros permitidos, por un torpe y acelerado joven que estrena de esta manera su permiso de conductor) para entender los inmensos y dificultosos problemas a los que se tiene que enfrentar cualquier persona común y corriente, corriente y común, como lo es cualquiera, antes de salir de casa.
Entiéndase que esta manera pasmosa de la salida de casa no tiene nada que ver con las ambiciosas maneras de regresar a ella. Si usted ha sido abandonado por la seguridad de su terraplén cotidiano, si su dentífrico mentolado, la telaraña de la esquina sudeste de su recámara, los zapatos olvidados en el fondo del armario o su insufrible cereal dietético ya no le brindan la seguridad mínima para empuñar el valor cada mañana, usted descubrirá en estas pocas líneas las maneras de rehacerse o definitivamente deshacerse en el paisaje al que se agregan Diego el porteo o la secretaria Srita. Alejandra que lo espera como legendaria mujer de odiseas con el café de grano en la cafetera. Para tales efectos le suplicamos que lea detenidamente cada palabra, cada sílaba, sin enredarse en sentidos e interpretaciones más propios de ociosos y marchitos académicos o de mercenarios psicoterapeutas colmados de traumas. Una advertencia habrá de hacerse: si usted lleva ya más de dos inviernos intentando salir de casa sin éxito, es sugerente que lea dos, tres y cuantas veces sea necesario cada entrelínea vacía que ha sido diseñada especialmente para usted y así poder comprender las indicaciones al pie, pero sobre todo, al aire de la letra.

Camine insistentemente por la casa, recorra uno a uno los cuadros de loseta del piso, los marmolitos del baño, abra los cajones, levante el colchón y meta las manos con fruición entre los cojines de su sala de estar; haga esto como alguien que sabe que ha olvidado algo pero no recuerda qué, situación absurda por demás que embarazosa de quienes no quieren salir y más presente en viajeros inexpertos. Extrapole la preocupación, enmarañe su cabello con desesperación exagerada —si esto es posible que suceda—; pero tenga cuidado con no llegar al grado de comerse las uñas o pensar en el último desacierto político. Siga buscando hasta saber que definitivamente usted no ha olvidado nada y por tanto el problema es mayúsculo: tener que afrontar ahora el umbral de la puerta sin más pretextos; pero vaya con calma.
Ahora que se tiene la ubicación satelital de sí mismo al haber dado vueltas por su propio ‘cubil’ (término latino que por lo demás enuncia la casa misma, pero que impide que el instructivo sea redundante) sépase a usted mismo de una pieza, entero e íntegro en su conformación anatómica. Por favor, no insista en indagar sobre su propia existencia, su aislamiento metafísico o cosas por el estilo que, a más de uno, asuntos tales han mantenido otoños en encierro o han dado lugar a existencias meditabundas. Recorra estación por estación el largo camino que lleva de la punta de su dedo gordo del pie derecho al último cabello de su nuca, reanude la secuencia ahora desde el dedo meñique casi inexistente de su pie izquierdo. Si sus orejas, ombligo y la cicatriz que cuando niño lo marcó por andar trepando árboles o jugando con fuego siguen ahí, sonría satisfactoriamente por un segundo, quizá dos, pero no más.
Venza el miedo a franquear la puerta. Respire hondamente y vuelva a sentir el miedo de franquear la puerta. Por idiota que le parezca este instructivo, a tales alturas ya, no lo abandone y muéstrese a sí mismo que puede perseverar en algo hasta el final.
Después de esa digresión sobre vencer el miedo y ser vencido por el miedo, mírese detenidamente al espejo. Constate, como en un recurso de mala ciencia actual, que es “verosímil” que usted exista y que está entero porque el espejo no dice otra cosa. Confirme que la nariz y el lunar tercero de su hombro izquierdo continúan ahí, con lo cual confirmará que usted es usted mismo (abandone cualquier intento de idealismo filosófico nuevamente). Advierta que el espejo es traicionero por naturaleza y su lado izquierdo es en realidad el lado derecho, pues la realidad siempre es contraria a nuestros deseos.
Pase por enésima pero última vez la lengua por los dientes para confirmar que el dentrifico mentolado fue utilizado y sigue bordeando la superficie del lavamanos en donde pone los utensilios de aseo personal. Emita ese sonidito que tanto le fastidiaba a la abuela materna y que tantos regaños y “vete a dormir sin cenar” le propinó (recuerde: evite en lo posible la psicoterapia amateur). Vuelva a hacer el recorrido de su lengua, ¡tsch! pero ahora produzca que ese mismo sonidito sea un gesto de indiferencia ante el miedo que volvió unos minutos antes ocasionado por seguir estas instrucciones.
Diríjase con una resolución inquebrantable hacia la puerta, trascienda sus miedos absurdos e infantiles. Gire en redondo sobre sí mismo y ¡grite! ¡grite fuerte! pero con cierta dulzura para despedirse de su amor que se ha quedado en cama o fregando los trastes en el fondo de la cocina. En caso de que el ser amado no se halle en casa o sólo por las incompresibilidades de la vida se viva miserablemente solo en el pisito 2° de la quinta planta en el centro de la ciudad, haga lo antes indicado: ¡grite! ¡grite fuerte! pero con cierta dulzura para despedirse de su amor imaginado, manteniendo la cordura a toda costa; pues recuerde que más allá de la miseria de su soledad se halla la siempre divertida esquizofrenia, para la cual este instructivo no es adecuada. (Si usted se encuentra en este último y divertido caso, recuerde que la bolsa de plástico en que se presenta este instructivo NO ES UN JUGUETE.)
Cargue en el bolso o los bolsillos con las pesadas llaves de bronce que embonan en las cerraduras de las puertas externas de la casa. Certifique ante notario que son definitivamente las llaves de casa. Si esto no es posible o si está fuera de su presupuesto, constante insistentemente, con una mano en la chapa de latón y la otra sosteniendo el amasijo metálico que forman las pesadas llaves, que son éstas, definitiva e inequívocamente, las llaves de su casa. Haga esto cuantas veces considere necesario, pero recuerde que es de suma importancia desprenderse en algún momento de la chapa, aún y cuando las llaves no fuesen las correctas; esto con la intención de evitar que lea el instructivo: “Cómo soltar la chapa de la puerta cuando no se está seguro de que son las llaves correctas”.
Una vez cerrada la puerta por fuera, y exhalado el último aroma de su ‘hogar’ (término castellano sinónimo, utilizado en este instructivo por razones antes expuestas) al franquear el dintel de la puerta del edificio —ahí en donde María del Rosario friega el piso con odio manifiesto por las huellas marcadas de los intrusos que vienen al 1° de la planta baja— evite a toda costa, y so pena de nostalgia, sufrimiento y dolor del alma, el sentimiento que se producirá en usted dejar sola la casa, con sus víveres en el refrigerador, sus libros quietos y juntitos unos con otros, así como sus muebles o el polvo acumulado bajo la cama. Recuerde, por favor recuerde, que bajo ninguna circunstancia las cosas pueden cobrar vida y simular una escena absurda de caricatura infantil con la tetera y las tazas en movimiento y cantando canciones tanto o más insufribles que su cereal diético —que, por cierto, se está terminando más rápidamente desde que usted decidió que debía seguir con una vida más sana y “ligera” porque no había más emociones en su existencia que cuidarse a sí mismo hasta el fastidio midiendo calorías.
Respire hondo, nuevamente, levante la mirada y con ella incline un poco la cabeza hacia atrás. Vuelva a respirar. Ahí, parado en el primer escalón de tres en la entrada de su edificio coma, mastique, trague la última bocanada de seguridad de su casa. Sépase satisfecho, entero, íntegro y perseverante porque ha salido del hogar. Extraiga del bolso o bolsillo y vea nuevamente el puñito de pesadas llaves; confirme con sentida tristeza que finalmente eran las llaves incorrectas. Repréndase a sí mismo y sienta una profunda culpa. Mientras está en eso, recuerde quizá que todo es por culpa, no suya, sino de esa idea peregrina que le vino a la mente, se trata de la señorita Rosaura que ha sido contratada recientemente y de quien se corren ya poemas y corridos liricos por sus escotes. Por favor, perdónese por las llaves.
Mantenga una firme fe, a costa de toda duda razonada, sí, ese tipo de fe que funda religiones milenarias, en que le será posible volver ocho horas después de una jornada de trabajo. Imagine en que volverá, sí, con el cerrajero, con 10 salarios mínimos menos —no es redundancia— debido al pago por el cerrajero a domicilio, con el pan recién hecho de la baguetería francesa, el cereal insoportable, una botella de vino de mediana calidad y con la sonrisa de haber hablado con la señorita Rosaura —ceñida con su vestido color durazno con el debido escote—. Si esto o nada de ello ocurre, si el sandio asaltante espera en la esquina con el cortopunzante en mano, en donde la billetera y la vida van al parejo de su violencia falta de sublimación freudeana; o si el psicópata de moda lo tiene entre las personas de su perfil (por cargar con un puño de pesadas llaves en la mano, cuando abordaba el colectivo 185), muera usted en paz pensando que las llaves que abren su casa quedaron adentro.