martes, 20 de septiembre de 2011

La evasión

Nos quedamos callados, acallados… hasta podría decirse que ensayamos todos y cada uno el padecimiento colectivo del dolor que produce hablar o murmurar siquiera. Nos quedamos mudos porque todos y cada cual a su manera sofocamos la palabra maldita: aquella que mal-dice, que es animosa y busca ocasionar los estragos más profundos en el tiempo futuro del destinatario, hacerlo y mantenerlo en lo que es y será: un maldito.
Habíamos llegado —probablemente ahora que lo pienso haya sido así— mudos; cada cual y ninguno con su preocupación propia, tan propia como atomizante: átomos con ventanas, sí, pero éstas selladas con papel periódico viejo y amarillento, con noticias de un mundo que no conocimos. Con el peso del invierno en los bolsillos de los abrigos oscuros y tristes. Formados para entrar, con el billete en mano, esperando a que las acomodadoras (esbeltas, viejas y jóvenes, nacidas ayer y sin rastros de adolescencia en la cara)  abriesen las puertas; con la impaciencia poco podía decirse sobre sí percibíamos el calor ajeno e insípido del prójimo, mejor decir, del arrimado a esta esquina del mundo en el barrio de Antón Martín. Es diciembre y algunos nos hemos medio emborrachado en la barra del cine Doré para olvidar que a este cine se viene por regular solo o acompañado pero siempre como si se viniera solo. Las proyecciones en blanco y negro, la oscuridad en su mixtura con los tosidos y ruidos propios de un animal político encerrado bajo el pacto social de no lastimarse tomando ventaja de las condiciones de cautiverio voluntario, así como lo vintage del Doré nos hacen entender que este no es un espacio ni de cultura ni de entretenimiento: es un espacio, sólo eso, y cada cual le da anchura a sus complicaciones vitales; quizá somos más cómplices que otra cosa dentro del Doré, tal vez por eso mismo resulta extraño vernos las caras, sabernos tan ciudadanos o migrantes comunes, o tan gafapastas, intelectualones, frikies o viejos cuando estamos esperando a que nos abran la puerta.
Nos conocemos, somos asiduos y nos conocemos. Cada cual y todos adivinamos lo que haremos o no haremos con nuestras vidas fuera de aquí. Una vida tan cotidiana, tan decurro y tan media como poco excepcional lo permite vivir en Madrid. Otros se irán al Prado, al teatro o se quedarán en casa viendo los DVD en las  pantallas que han desplazado a las aceras mojadas a los magnos televisores. Nosotros venimos como una tribu buscando su origen a base de mil mitos, con sus constantes de desilusión o anhelo que en todos los idiomas se dicen igual, la universalidad cuando se está en el cine Doré.  Ya sea “Toro Salvaje” o el “ciclo  de Chaplin restaurado”, venimos a aquí porque comulgamos y quizá por eso hacemos hábito y del hábito una costumbre (los improvisados o descuidados que vienen por casualidad pensarán que una costumbre ridícula) de aplaudir cuando un filme nos ha gustado. Sonreímos y únicamente un segundo… hasta tres está permitido, antes de salir a la intemperie de la calle, a la crudeza de un cielo siempre gris, para retornar a la dureza de los rasgos que nos arranca el frío. Nos vamos por ahí caminando, encorvados, a veces hasta chocamos por el Barrio de las Letras con los que teníamos sentados alrededor pero disimulamos no habernos visto jamás, porque cada cual (sin el “todos” que fuimos en nuestra butaca) rumiamos, proyectamos, transferimos y hacemos todo eso que dicen los entendidos del filme visto a nuestro fuero interno.
Le trou de Becker se ha terminado y estamos acallados, violentados en la palabra. Pero tres segundos después sí soltamos el aliento, la vida; y sin poder contener las formalidades he escupido “¡Qué mierda, Gaspard!” Desconocida esta entonación, este énfasis, quieto, supongo que sería algún otro que lo dijo, algún otro  que habla y escupe un castellano como si masticara un mal sabor de boca. En el contexto de la oscuridad, con sus infinitos instantes de narración en tercera persona y testigos universales de la trama (o del desgarro del hilo vital, de la solidaridad y la camaradería), todos sabíamos que esas cosas que hizo Gaspard son una mierda, y por más que le buscásemos no había más palabras. Una carroña frente a ti en plena descomposición y escupes. Ahí, en el silencio, todos sabemos que las situaciones hacen comprensibles ciertas acciones; pero nos importa un carajo lo comprensible y nos quedamos con lo ruin que todos y cada uno puede ser. Hoy no hay aplausos, hay ese acallamiento y después un “¡mierda!” breve, susurrado por cada cual para sí y para el que tiene al dintonorno de su existencia en la butaca que ahora lo sostiene.
Con el cigarro entre los labios, pensando quizá en encontrarme con algún conocido en el garito de “En busca del tiempo”, camino por Huertas con la sensación plena y conocida de la decepción. Todos salimos del Doré así: colmados y pletóricos de decepción por ese Gaspard en evasión que llega un buen día y se nos instala en las celdas de nuestras frustraciones y nuestros pocos ensueños de realización, tan disolubles al menor solvente de la duda o de la seguridad.
A las 9:40 me detengo bajo la farola fuera del “Populart”. Sale el sonido constante y a veces indiscernible del trío de jazz inglés que esta semana toca. Pienso en el pan de centeno sobre la mesa de casa, en el vino blanco a media botella y después se me ocurre que no hay “evasión” que de cualquier forma y con cualquier arte se está tan jodido como cualmás, así que un poco de jazz no vendrá mal. 

0 comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]

<< Inicio