viernes, 30 de septiembre de 2011



Instrucciones para soñar


A Pia Kobal, quien sueña...

Hay entre nosotros un palmo de distancia que se mide “a la lentitud” del lenguaje y del viento que llega del norte; un peso de materia y energía que ha de tasarse en la multiplicación incontenible “a la velocidad de la luz”; quizá sea probable que lo incognoscible que somos cada cual para el otro o para sí mismo sea mesurable en la división a la enésima potencia del llanto, de las nostalgias convergentes o por la rotura que, a nuestros pasos, forman las hojas secas en a ciudad querida cuando llega el otoño; existe -si eso puede ser llamado así aún considerando a los entendido en el tema- la comprensión del origen de nuestro universo en cada gota, tan singular como universal, que cae de la nube negra, y que en su caída, en su estallido sobre el techo de los edificios, rememora con particular belleza el big bang que los astrofísicos se empeñan en reconstruir al interior de sus laboratorios. Esta realidad, como puede verse, tan complicada y lúcida para todos nosotros debería, tal vez, bastarnos para liquidar nuestros tiempos de ocio y nuestras horas laborales de oficina o de traslado por la campiña; pero es sabida que la naturaleza humana que nos acompaña desde la primera bocanada de aire que tomamos –desnudos y a merced- no se reduce ni da lugar a astringencias de este tipo. El problema, en esta sabiduría cotidiana, es que todo parece señalar con indudable credibilidad que la realidad es lo que es y no hay más allá que el fastidioso ring del despertador, las labores, los deberes, las relaciones que entablamos, los noticieros, los aviones, la hormiga que busca y encuentra el alimento para la comuna; en fin, el listado simple y llano del tran-tran quotidiano que nos aprisiona para decir que así debe ser todo: la realidad.

Pero un día, cualquiera que sea del calendario, a cualquier hora, cualquiera que sea del reloj de pared que cuelga del salón, se tiene la intuición, la remarcada, así como tan renovada, intuición que algún alquimista del siglo XVI sintió. Si este momento llega atienda a las limitadas instrucciones que aquí se brindan para soñar.

Sienta la suspensión de la realidad; pero tenga cuidado: no la ponga entre paréntesis, ¡póngala entre signos de admiración¡ esa admiración que nos hace salir y buscar la brisa marítima. Atienda que el mar guarda en sus profundidades de una oscura brillantez el celoso secreto del sueño del cachalote. Admírese por ese sueño, porque al fin ha entendido usted que la realidad no le basta: que eso que pasa y le pasa no le basta: usted no es usted. Transite en invierno los senderos vírgenes que aún no han sido violentados por la realidad. Corra, brinque sobre un pie –como lo hacen los críos- y, colmada de ansiedad, respire los secretos de la brisa marina que sólo y exclusivamente conoce el cachalote: el predecesor más incognoscible de nuestra humana condición. Mire cómo la luz de la estrellas tintina de pudor sobre las olas del mar, sobre la energía que no se somete a las cuantificaciones del viejo físico alemán. Con el entusiasmo al máximo, respire el sueño, el aliento del ensueño de los que no se fían de las certezas. Vuélvase aliento, aliento simple y prístino que no se pesa, que no se cuantifica, ni dignifica con el verbo.

Ahí, frente al mar. Deje pasar el tiempo admirado. Cuente uno, dos, tres… como le enseñaron en el cole, sí, sujeta, pegada, clavada al pupitre de primer año. Recuerde que sobre usted, debajo de usted, alrededor todo de usted y nosotros, hay galaxias que estallan, que se forman y nulifican, y que de ese estallido sordo en el universo se genera la otra materia: oscura y luminosa de los sueños (como el hábitat del cachalote).

Así, frente al mar que nutre a las familias de los pescadores, encienda una luz de bengala. Chispeante, juguetona la bengala le contará la historia, mejor decir, el mito. Sujétela delicadamente sobre su mano diestra. Cierre los ojos, esos ojos llameantes que han visto tanto murmullo. Sienta cómo, a cada momento que se consume la bengala, le embarga en su alma sin idioma el magnífico aleteo de mariposas imperceptible que rememora y renueva el sueño que alguna vez sintió el poeta y su palabra, los enamorados y su dolor de estar lejanos, el músico y el tono nunca antes conocido. Sueñe, sueñe el murmullo del mar, el padre que sale de casa por la madrugada; el sueño del revolucionario que se perdió en la selva; el sueño de los presos, de los marginados, de los que quieren algún día volver a verse o encontrarse; sí, soñando, sin detención ni miramientos, el sueño que se engendra a un lado del mar mientras encienden una bengala. Siga soñando que no aún queda mucha bengala: el sueño del crío que espera el juguete; el sueño de paz que cada bala, cada bomba, cada moneada que violenta la tranquilidad del mundo; sueñe con quien la sueña a millas náuticas de distancia de realidad; sueñe con el sueño del científico que imagina los átomos en explosión y ha olvidado jugar con los átomos mismo cuando la luz solar entra por la ventana. Sueñe un más allá de la velocidad de la luz, de la lentitud de la amargura. Sueñe ser alguien más, como el cachalote que imagina otros cuerpos, otros mundos, otros diciembres en el mar. Sueñe y sonría, porque está realidad es tan mínima para lo que podemos ser y soñar, ser y... Sueñe con un “n” convertida en “ñ” cuando dice “yo sueño” al intraducible idioma de la ONU.

Mientras la bengala se consume y llega a su fin no olvide la placidez soñada de su rostro lindo y bello cuando se sueña así. Siga soñando aunque la bengala se haya terminado, sí, siga, continúe, porque hay más mar, más bengalas y muelles y personas, más estrellas que a su vez la sueñan a usted.

Sonará el ring, volverá el tran-tran y en un laboratorio reproducirán el big bang, el neutrino y su rápidez que desmiente al sabio; pero se soñará porque aunque la materia de esta realidad pese y todo sea multiplicable nadie podrá detener al cachalote, al poeta, al músico, al revolucionario… a todos los que adviertan que esto no debe ser así.

Hay un palmo de cercanía entre usted y yo: ese incontenible trayectoria de los sueños.

No deje de seguir estas instrucciones que son el sueño de un hombre que no pisa el mar hace tiempo, desde aquellos días cuando avistó al cachalote a sotavento de la realidad.

martes, 20 de septiembre de 2011

La evasión

Nos quedamos callados, acallados… hasta podría decirse que ensayamos todos y cada uno el padecimiento colectivo del dolor que produce hablar o murmurar siquiera. Nos quedamos mudos porque todos y cada cual a su manera sofocamos la palabra maldita: aquella que mal-dice, que es animosa y busca ocasionar los estragos más profundos en el tiempo futuro del destinatario, hacerlo y mantenerlo en lo que es y será: un maldito.
Habíamos llegado —probablemente ahora que lo pienso haya sido así— mudos; cada cual y ninguno con su preocupación propia, tan propia como atomizante: átomos con ventanas, sí, pero éstas selladas con papel periódico viejo y amarillento, con noticias de un mundo que no conocimos. Con el peso del invierno en los bolsillos de los abrigos oscuros y tristes. Formados para entrar, con el billete en mano, esperando a que las acomodadoras (esbeltas, viejas y jóvenes, nacidas ayer y sin rastros de adolescencia en la cara)  abriesen las puertas; con la impaciencia poco podía decirse sobre sí percibíamos el calor ajeno e insípido del prójimo, mejor decir, del arrimado a esta esquina del mundo en el barrio de Antón Martín. Es diciembre y algunos nos hemos medio emborrachado en la barra del cine Doré para olvidar que a este cine se viene por regular solo o acompañado pero siempre como si se viniera solo. Las proyecciones en blanco y negro, la oscuridad en su mixtura con los tosidos y ruidos propios de un animal político encerrado bajo el pacto social de no lastimarse tomando ventaja de las condiciones de cautiverio voluntario, así como lo vintage del Doré nos hacen entender que este no es un espacio ni de cultura ni de entretenimiento: es un espacio, sólo eso, y cada cual le da anchura a sus complicaciones vitales; quizá somos más cómplices que otra cosa dentro del Doré, tal vez por eso mismo resulta extraño vernos las caras, sabernos tan ciudadanos o migrantes comunes, o tan gafapastas, intelectualones, frikies o viejos cuando estamos esperando a que nos abran la puerta.
Nos conocemos, somos asiduos y nos conocemos. Cada cual y todos adivinamos lo que haremos o no haremos con nuestras vidas fuera de aquí. Una vida tan cotidiana, tan decurro y tan media como poco excepcional lo permite vivir en Madrid. Otros se irán al Prado, al teatro o se quedarán en casa viendo los DVD en las  pantallas que han desplazado a las aceras mojadas a los magnos televisores. Nosotros venimos como una tribu buscando su origen a base de mil mitos, con sus constantes de desilusión o anhelo que en todos los idiomas se dicen igual, la universalidad cuando se está en el cine Doré.  Ya sea “Toro Salvaje” o el “ciclo  de Chaplin restaurado”, venimos a aquí porque comulgamos y quizá por eso hacemos hábito y del hábito una costumbre (los improvisados o descuidados que vienen por casualidad pensarán que una costumbre ridícula) de aplaudir cuando un filme nos ha gustado. Sonreímos y únicamente un segundo… hasta tres está permitido, antes de salir a la intemperie de la calle, a la crudeza de un cielo siempre gris, para retornar a la dureza de los rasgos que nos arranca el frío. Nos vamos por ahí caminando, encorvados, a veces hasta chocamos por el Barrio de las Letras con los que teníamos sentados alrededor pero disimulamos no habernos visto jamás, porque cada cual (sin el “todos” que fuimos en nuestra butaca) rumiamos, proyectamos, transferimos y hacemos todo eso que dicen los entendidos del filme visto a nuestro fuero interno.
Le trou de Becker se ha terminado y estamos acallados, violentados en la palabra. Pero tres segundos después sí soltamos el aliento, la vida; y sin poder contener las formalidades he escupido “¡Qué mierda, Gaspard!” Desconocida esta entonación, este énfasis, quieto, supongo que sería algún otro que lo dijo, algún otro  que habla y escupe un castellano como si masticara un mal sabor de boca. En el contexto de la oscuridad, con sus infinitos instantes de narración en tercera persona y testigos universales de la trama (o del desgarro del hilo vital, de la solidaridad y la camaradería), todos sabíamos que esas cosas que hizo Gaspard son una mierda, y por más que le buscásemos no había más palabras. Una carroña frente a ti en plena descomposición y escupes. Ahí, en el silencio, todos sabemos que las situaciones hacen comprensibles ciertas acciones; pero nos importa un carajo lo comprensible y nos quedamos con lo ruin que todos y cada uno puede ser. Hoy no hay aplausos, hay ese acallamiento y después un “¡mierda!” breve, susurrado por cada cual para sí y para el que tiene al dintonorno de su existencia en la butaca que ahora lo sostiene.
Con el cigarro entre los labios, pensando quizá en encontrarme con algún conocido en el garito de “En busca del tiempo”, camino por Huertas con la sensación plena y conocida de la decepción. Todos salimos del Doré así: colmados y pletóricos de decepción por ese Gaspard en evasión que llega un buen día y se nos instala en las celdas de nuestras frustraciones y nuestros pocos ensueños de realización, tan disolubles al menor solvente de la duda o de la seguridad.
A las 9:40 me detengo bajo la farola fuera del “Populart”. Sale el sonido constante y a veces indiscernible del trío de jazz inglés que esta semana toca. Pienso en el pan de centeno sobre la mesa de casa, en el vino blanco a media botella y después se me ocurre que no hay “evasión” que de cualquier forma y con cualquier arte se está tan jodido como cualmás, así que un poco de jazz no vendrá mal.