viernes, 20 de noviembre de 2009

Ciudad Dormida

Esta es la hora en la que su impaciencia, su ansiedad, su desesperación y su indescifrable y matutino mapa de pirata con su “X” para encontrar la risa en este mundo se concilian por una extraordinaria cesación del fuego. Las 3:15 am. y afuera —más allá de estos muros de casa con sus venas y arterias que forman los cables de electricidad; más allá del mensaje de su madre en la máquina con su “adiós, cuídate y llama”; más allá de las cosas pequeñas y grandes que hallaron refugio como vagabundos sin techo detrás de estos ventanales— la ciudad se mueve lentamente.
Aquí, con mis zapatos al pie de la cama y los libros abatidos en la mesa del comedor, soy un espectador de la maravilla ocasionada por esa tregua silente y la paz que apenas puedo creer porque se me contagia como una peste entre las callejas de mis ideas y los énfasis de mi juventud. Afuera —recapitulo— estarán las imprentas del diario de hoy escupiendo los sinsabores de sus notas ilustradas de una Ciudad Capital como ésta; los automóviles ensoñadores aparcados a la orilla de las aceras y los cafetines —éstos, calmos, con sus sillas encimadas sobre las mesas—; estarán los trabajadores empecinados en su eterna vocación de mantener la ciudad en remodelación o demolición, ese puñado de especialistas que trabajan horas completas a marchas forzadas por hacer surcos, por levantar el asfalto de esta ciudad y poner —por inercia de la publicidad contemporánea— sus flamantes letreros espectaculares naranjas y amarillos de “hombres trabajando”, para después volver a tapar con asfalto la herida citadina. Allá afuera, dos calles después, la avenida principal, extensa y dilatada por el día, pero pequeña y astringente a esta hora; estarán ahí los que no pudieron volver a casa, los que siguen caminando sin llegar jamás, sin encontrar al colectivo 38 para volver al barrio del que salieron un buen día para ir a la movida del centro; afuera, las farolas incandescentes encendidas burlándose de los inocentones con su preocupación por el calentamiento global; estará, ahí mismo, el perro callejero, la luz neón tintinante del último bar de mala nota, el taxista predador, los polis dando vueltas en su autopatrulla —con las luces azules encendidas y las sirenas calladas— como turistas de habla inglesa.
Todo pasa ahí, en esta ciudad zumbante que intenta, que empuja y presiona para conciliarse a sí misma en la contradictoria y absurda manera de seguir siendo sí misma tan exiliada; es decir, mantenerse en su vocación hacia la negación total. Hace tiempo que ya no hay poemas ni novelas —a pesar de que los poetas y escritores se quedaron atrapados en sus propias rimas y adjetivos en el barrio de moda— que la salven de su propia perdición, sólo posmos derrotados aficionados al fút, amas de casa con telenovelas y chavales desilusionados en las gradillas de los parques al pie de algún caído—. A esta ciudad le quedan, como residuos importantes, sus trabajadores y sus picos, sus máquinas con su “ta-ta-ta-ta-ta”… monótono y repetitivo y metálico para decirse a sí misma.

Pero ella, ella otra, aquí tendida hace que todo lo anterior sea vano y sufrible; su aroma rectifica los errores que la ciudad deja tras de sí. Yo camino siguiendo las huellas que cada rectificación estampa: sus carteles de eventos encimados unos con otros para el viernes entrante; por eso, quizá por eso, llego atraído a esta habitación, me tiendo a su lado y miro cómo es que todo se restituye en ella y emana desde ella. Cuando me voy lejos, a otros soles y otros tiempos, son estos minutos de las tres de la madrugada de cualquier estación del año los que más anhelo, estos minutos en los que me rectifico con ella ahí, tibia y dulce como una fruta que madura sola sobre la mesita de la cocina; aquí, tan cercana, con el cabello sobre su propia sombra, que ahora también se concilia con su carne todo tiempo y su verbo. Definitivamente es el aroma, este aroma que la hace ser ciudad entre ciudades, urbe de abriles con almendros en flor.
Transito con la imaginación esta ciudad dormida como un ciego con bastón; esta ciudad que es ella, con su mercado, sus terminales ferroviarias para marcharse lejos, sus dos ríos, sus verdes campos para tumbarse y mirar el cielo. 3:17 am. me tiendo sobre mi propia e inauténtica sombra adoptiva que busca la suya en esta penumbra. Afuera, la ciudad continúa; aquí soy felizmente un transeúnte que cruza su paso cebra con la luz ámbar.

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