viernes, 20 de noviembre de 2009

Instrucciones para despertar

Odie, odie más allá de todos los límites de lo imaginado por usted; sienta, recuerde el odio más grande sentido hasta ahora; vuelva a sentirlo, multiplíquelo quince veces, elévelo a la potencia de n (en donde n es su temblor de manos empuñando la rabia, su mirada fúrica, su recuerdo más vívido de una traición que le permita recrear al ser odioado; y siga sumando odio, porque n es su odio al padre del que cuentan los psicoanalistas; su odio a sí mismo del que cuentan las religiones para perderse como hombre y ganarse en lo divino; siga odiando sin detenerse, sienta y recuerde todo lo que trabaja y luego tenga presente el pago de su nómina en cheque que algún insensible del departamento de recursos humanos cree que se merece usted por ese trabajo, llegado a este momento odie a su trabajo, su jefe, al pagador, a la cajera del banco y luego a usted mismo por ser un sumiso ante esa situación) y dirija la suma, multiplicación y todo aquello que el profesor enjuto y malvestido de matemáticas le enseñó. Después de su operación aritmética del odio, después del signo de = dará usted con el sentimiento preciso que ahora le recorre horizontalmente el cuerpo de un lado a otro: ha sonado el reloj despertador.
Recuerde que el término “despertador” es ampliamente ambiguo. Si el aparato, que los hay de los más diversos tipos, hace lo propio de sus funciones pero la persona no despierta es de cuestionarse la viabilidad de su nominación en idioma castellano. Recuerde, además, que esta digresión sobre el “despertador” y el despertar es inservible para los fines del instructivo que usted tiene entre manos.
El eje de esta primera instrucción es odiar de maneras indecibles e inefables, pues pese a lo que puedan afirmar otros instructivos, faltos de los más mínimos recursos dialécticos y algebraicos —como los que usted ha empezado a encontrar aquí con toda precisión— “despertar de buenas” es improcedente. En su sano juicio —asumiendo que usted se encuentre en su sano juicio— ningún ser humano del siglo XXI puede despertar de de buen humor. La idea de volver a ser sí mismo es ya de suyo un factor ponderable para tirar por la borda todo resquicio de bondad; de ahí, también, que usted pueda constatar el hecho de que muchas filosofías y guías espirituales se muestran afanosas por mantenerlo a usted dormido y sumergido en un sopor de negación total de su yo. El odio a la n potencia es, por tanto, una manera de centrarlo en su propia persona, en los estremecimientos más suyos por cuanto más destructivos; pero vaya con calma y siga con firmeza este instructivo hasta el final.
Odiado todo sin ningún sentido, ahora sabe usted de lo que es capaz. Niéguese a abrir los ojos, apriete con fervor los cuatro párpados que lo esconden del mundo, pues finalmente el mundo real se acota al plafón blanco de su recamara, al buró de madera que tiene a un costado, en el cual su cajón alberga las pistas de lo que usted un día depositó ahí por creerlos objetos útiles y queridos para su vida: tarjetitas de presentación que no recuerda quién se las dio, píldoras para malestares que jamás volvieron, quizá la foto de algún ser querido que dejó usted de querer, y alguna identificación caduca. El buró mantiene, entonces, todo un microsistema, pues además de sus entrañas de cajón, sostiene su lámpara de mesa en donde se corona su foco incandescente de luz cálida con su dosis del polvo; sus monedas que sobrantes del día anterior; su prótesis telefónica de comunicación móvil, y, por si fuera poco, el mencionado reloj despertador. Siga apretando los párpados, recree para sí su ropa al pie de la cama, sus zapatos plenos de cansancio que usó ayer… Aventuré la idea de su mundo más allá aún, el territorio de su vida, el dominio de su existencia: su ser amado, en la tibieza de su estar a un costado de usted (si es que usted no vive miserablemente solo por las incompresibilidades de la vida); el colchón “ortopédico” (término que usted no alcanza a entender pero que le suena a promesa de algo correcto y deseable para el descanso) en el que usted reposa. No abra los ojos, aunque la curiosidad le desgarre la ansiedad, recuerde que más allá de lo que digan los métodos filosóficos clásicos, el mundo sigue ahí, y nadie, y menos una divinidad, se empeña en engañarlo; pues si alguna certeza hay es que la sala de estar, el frigorífico incansable en su tarea de negar el calor interior y salvaguardar los lácteos y los vegetales, así, como las sillas del comedor, el televisor, la cafetera, los platos y los vasos de vidrio, todos ellos existen con su pesada materia que sólo se transforma, porque usted se agobia ocho horas diarias en un trabajo insoportable, sí, pero que le ha redituado lo suficiente mes con mes para que esas cosas perduren ahí mientras usted duerme y las pierde vista.
Más allá, entrados en el reino de la probabilidad y la hipótesis, es dudable, ciertamente, que la ciudad siga ahí, que el expendio de periódico de don José, el metro y sus estaciones, los bancos y su dinero en bóvedas blindadas, los edificios con sus fachadas, los autos aparcados, así como Diego el portero y todos los seres humanos sean. Salve de esta “dubitabilidad” (término técnico que no aparece en el diccionario de sinónimos que en otro instructivo se señala) la oficina en que usted trabaja, porque es seguro que ésa sigue ahí y en unos momentos más deberá dirigirse a ella.
Distienda los párpados, con paciencia plena permita que el mundo recreado corroboré lo que usted tan sistemáticamente pensaba. Esta reconciliación es un signo inequívoco de que es posible la reconciliación secundaria; aunque no se trata de que del odio indecible e inefable pase usted al amor pleno e ingenuo. Reconstrúyase, forme una idea clara y distinta de sí mismo, por difícil que esto le parezca, añórelo con sentida desesperación. En este momento, usted se dará cuenta de que no es posible amar todo en contraste con el odio sentido. Así, porque ser usted mismo no es lo mejor que pueda pasarle. Por lamentable que le parezca esto último, es necesario que abandone, en un esfuerzo de extremado ascetismo, todo sentimiento sobre usted, su vida, sus fracasos y sus frustraciones; observe que evitar el victimismo en este plano es tan importante como descartar toda evidencia de arrogancia necia. Recuerde, por favor, recuerde, que siempre se puede estar peor, y que si la mejoría le parece inalcanzable a estas horas de la mañana, los límites de la decadencia nunca son del todo específicos a lo largo del día.
Corroborará que, efectivamente, el buró, la cama y todo cuanto a usted le pertenece (engaño supremo, pues es usted el que le pertenece a las cosas) está ahí. No sienta alegría, por favor; manténgase en “ataraxia” (término griego que usted deberá investigar en las ignaras páginas de internet) ahora que ha recuperado el mundo. En la insensibilidad de todo y a toda prisa, antes de cualquier respuesta a las insalvables de su naturaleza humana, pase de largo del sanitario y diríjase a la cocina. Ahí encontrará la cafetera, sus provisiones de café molido y el agua indispensable. Prepare una taza de café, quizá, por sus intuiciones que hacen de usted un ser extraordinario, preparará dos tazas de café finalmente (lo cual es irrelevante para este instructivo). Incline su cuerpo hacia delante y aspire profundamente los aromas que destilan de la cafetera; en este punto con calma y suavidad cierre nuevamente los ojos, piense en lo generosa que es la vida con usted por darle estos momentos, vierta una lágrima de gratitud colmada por un ojo o dos si usted es un ser de sensibilidad rayana en la cursilería (evite sollozos, espasmos o cualquier gesto extralimitado para el caso).
Éste es el momento de comenzar a sentir de nuevo que la vida le llama, la dialéctica positiva y confirmada de que fue absurdo odiar tanto y de tal manera cuando sonó el despertador.
Recobre una posición recta de su persona, de su alma y de sus pensamientos. Ahora puede estar seguro que todo sigue ahí, pues desde vidriera de la cocina, ahí en donde se filtran las partículas, los neutrinos y todo lo que le da su extravagante consistencia a la luz, proveniente de su manantial solar, viajando a miles de kilómetros por segundo, entra por la ventana que usted tiene de frente. Así las cosas, es de esperarse que don José, el metro, los edificios, Diego el portero y todos, sí, también y desgraciadamente, su oficina, estén ahí, esperándolo.
Desvívase por favor, por dejar el odio tan colosal cuanto espantoso que le instruimos; haga lo que hace por vivir todos los días, probablemente esa empresa en la que usted se afana por deshacerse y que le lleva a consultar su horóscopo, o a ver los programas televisivos, a imaginar un mejor amor que el que tiene (si es que lo tiene y no vive miserablemente solo), a suponer que en otro lugar del mundo usted sería mejor valorado y más querido; pero haga lo que haga, despierte, despierte del todo y sepa que los otros existen, que los edificios y sus muros, que el metro y sus pasajeros, que el periodista y todos los demás están ahí; quizá merezcan ser odiados como usted supone (más o menos no importa al caso), pero no olvide que debe llegar al trabajo a la hora precisa para recibir el bono de puntualidad que tanto le hace falta para hacerse de un nuevo despertador, más amable y humano en su sonido.

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