viernes, 20 de noviembre de 2009

Intrucciones para salir de casa

Instrucciones para salir de casa
A. Aguirre



Sopesando los imponderables e impostergables y todos los imposibles mismos que el vivir lleva consigo, habrá que detenerse un buen día (como cuando se es tomado por sorpresa a mitad de la calle en la jornada de su cumpleaños número cuarenta y de regalo se abraza el frente del colectivo 185 que es tripulado, a más los 90 kilómetros permitidos, por un torpe y acelerado joven que estrena de esta manera su permiso de conductor) para entender los inmensos y dificultosos problemas a los que se tiene que enfrentar cualquier persona común y corriente, corriente y común, como lo es cualquiera, antes de salir de casa.
Entiéndase que esta manera pasmosa de la salida de casa no tiene nada que ver con las ambiciosas maneras de regresar a ella. Si usted ha sido abandonado por la seguridad de su terraplén cotidiano, si su dentífrico mentolado, la telaraña de la esquina sudeste de su recámara, los zapatos olvidados en el fondo del armario o su insufrible cereal dietético ya no le brindan la seguridad mínima para empuñar el valor cada mañana, usted descubrirá en estas pocas líneas las maneras de rehacerse o definitivamente deshacerse en el paisaje al que se agregan Diego el porteo o la secretaria Srita. Alejandra que lo espera como legendaria mujer de odiseas con el café de grano en la cafetera. Para tales efectos le suplicamos que lea detenidamente cada palabra, cada sílaba, sin enredarse en sentidos e interpretaciones más propios de ociosos y marchitos académicos o de mercenarios psicoterapeutas colmados de traumas. Una advertencia habrá de hacerse: si usted lleva ya más de dos inviernos intentando salir de casa sin éxito, es sugerente que lea dos, tres y cuantas veces sea necesario cada entrelínea vacía que ha sido diseñada especialmente para usted y así poder comprender las indicaciones al pie, pero sobre todo, al aire de la letra.

Camine insistentemente por la casa, recorra uno a uno los cuadros de loseta del piso, los marmolitos del baño, abra los cajones, levante el colchón y meta las manos con fruición entre los cojines de su sala de estar; haga esto como alguien que sabe que ha olvidado algo pero no recuerda qué, situación absurda por demás que embarazosa de quienes no quieren salir y más presente en viajeros inexpertos. Extrapole la preocupación, enmarañe su cabello con desesperación exagerada —si esto es posible que suceda—; pero tenga cuidado con no llegar al grado de comerse las uñas o pensar en el último desacierto político. Siga buscando hasta saber que definitivamente usted no ha olvidado nada y por tanto el problema es mayúsculo: tener que afrontar ahora el umbral de la puerta sin más pretextos; pero vaya con calma.
Ahora que se tiene la ubicación satelital de sí mismo al haber dado vueltas por su propio ‘cubil’ (término latino que por lo demás enuncia la casa misma, pero que impide que el instructivo sea redundante) sépase a usted mismo de una pieza, entero e íntegro en su conformación anatómica. Por favor, no insista en indagar sobre su propia existencia, su aislamiento metafísico o cosas por el estilo que, a más de uno, asuntos tales han mantenido otoños en encierro o han dado lugar a existencias meditabundas. Recorra estación por estación el largo camino que lleva de la punta de su dedo gordo del pie derecho al último cabello de su nuca, reanude la secuencia ahora desde el dedo meñique casi inexistente de su pie izquierdo. Si sus orejas, ombligo y la cicatriz que cuando niño lo marcó por andar trepando árboles o jugando con fuego siguen ahí, sonría satisfactoriamente por un segundo, quizá dos, pero no más.
Venza el miedo a franquear la puerta. Respire hondamente y vuelva a sentir el miedo de franquear la puerta. Por idiota que le parezca este instructivo, a tales alturas ya, no lo abandone y muéstrese a sí mismo que puede perseverar en algo hasta el final.
Después de esa digresión sobre vencer el miedo y ser vencido por el miedo, mírese detenidamente al espejo. Constate, como en un recurso de mala ciencia actual, que es “verosímil” que usted exista y que está entero porque el espejo no dice otra cosa. Confirme que la nariz y el lunar tercero de su hombro izquierdo continúan ahí, con lo cual confirmará que usted es usted mismo (abandone cualquier intento de idealismo filosófico nuevamente). Advierta que el espejo es traicionero por naturaleza y su lado izquierdo es en realidad el lado derecho, pues la realidad siempre es contraria a nuestros deseos.
Pase por enésima pero última vez la lengua por los dientes para confirmar que el dentrifico mentolado fue utilizado y sigue bordeando la superficie del lavamanos en donde pone los utensilios de aseo personal. Emita ese sonidito que tanto le fastidiaba a la abuela materna y que tantos regaños y “vete a dormir sin cenar” le propinó (recuerde: evite en lo posible la psicoterapia amateur). Vuelva a hacer el recorrido de su lengua, ¡tsch! pero ahora produzca que ese mismo sonidito sea un gesto de indiferencia ante el miedo que volvió unos minutos antes ocasionado por seguir estas instrucciones.
Diríjase con una resolución inquebrantable hacia la puerta, trascienda sus miedos absurdos e infantiles. Gire en redondo sobre sí mismo y ¡grite! ¡grite fuerte! pero con cierta dulzura para despedirse de su amor que se ha quedado en cama o fregando los trastes en el fondo de la cocina. En caso de que el ser amado no se halle en casa o sólo por las incompresibilidades de la vida se viva miserablemente solo en el pisito 2° de la quinta planta en el centro de la ciudad, haga lo antes indicado: ¡grite! ¡grite fuerte! pero con cierta dulzura para despedirse de su amor imaginado, manteniendo la cordura a toda costa; pues recuerde que más allá de la miseria de su soledad se halla la siempre divertida esquizofrenia, para la cual este instructivo no es adecuada. (Si usted se encuentra en este último y divertido caso, recuerde que la bolsa de plástico en que se presenta este instructivo NO ES UN JUGUETE.)
Cargue en el bolso o los bolsillos con las pesadas llaves de bronce que embonan en las cerraduras de las puertas externas de la casa. Certifique ante notario que son definitivamente las llaves de casa. Si esto no es posible o si está fuera de su presupuesto, constante insistentemente, con una mano en la chapa de latón y la otra sosteniendo el amasijo metálico que forman las pesadas llaves, que son éstas, definitiva e inequívocamente, las llaves de su casa. Haga esto cuantas veces considere necesario, pero recuerde que es de suma importancia desprenderse en algún momento de la chapa, aún y cuando las llaves no fuesen las correctas; esto con la intención de evitar que lea el instructivo: “Cómo soltar la chapa de la puerta cuando no se está seguro de que son las llaves correctas”.
Una vez cerrada la puerta por fuera, y exhalado el último aroma de su ‘hogar’ (término castellano sinónimo, utilizado en este instructivo por razones antes expuestas) al franquear el dintel de la puerta del edificio —ahí en donde María del Rosario friega el piso con odio manifiesto por las huellas marcadas de los intrusos que vienen al 1° de la planta baja— evite a toda costa, y so pena de nostalgia, sufrimiento y dolor del alma, el sentimiento que se producirá en usted dejar sola la casa, con sus víveres en el refrigerador, sus libros quietos y juntitos unos con otros, así como sus muebles o el polvo acumulado bajo la cama. Recuerde, por favor recuerde, que bajo ninguna circunstancia las cosas pueden cobrar vida y simular una escena absurda de caricatura infantil con la tetera y las tazas en movimiento y cantando canciones tanto o más insufribles que su cereal diético —que, por cierto, se está terminando más rápidamente desde que usted decidió que debía seguir con una vida más sana y “ligera” porque no había más emociones en su existencia que cuidarse a sí mismo hasta el fastidio midiendo calorías.
Respire hondo, nuevamente, levante la mirada y con ella incline un poco la cabeza hacia atrás. Vuelva a respirar. Ahí, parado en el primer escalón de tres en la entrada de su edificio coma, mastique, trague la última bocanada de seguridad de su casa. Sépase satisfecho, entero, íntegro y perseverante porque ha salido del hogar. Extraiga del bolso o bolsillo y vea nuevamente el puñito de pesadas llaves; confirme con sentida tristeza que finalmente eran las llaves incorrectas. Repréndase a sí mismo y sienta una profunda culpa. Mientras está en eso, recuerde quizá que todo es por culpa, no suya, sino de esa idea peregrina que le vino a la mente, se trata de la señorita Rosaura que ha sido contratada recientemente y de quien se corren ya poemas y corridos liricos por sus escotes. Por favor, perdónese por las llaves.
Mantenga una firme fe, a costa de toda duda razonada, sí, ese tipo de fe que funda religiones milenarias, en que le será posible volver ocho horas después de una jornada de trabajo. Imagine en que volverá, sí, con el cerrajero, con 10 salarios mínimos menos —no es redundancia— debido al pago por el cerrajero a domicilio, con el pan recién hecho de la baguetería francesa, el cereal insoportable, una botella de vino de mediana calidad y con la sonrisa de haber hablado con la señorita Rosaura —ceñida con su vestido color durazno con el debido escote—. Si esto o nada de ello ocurre, si el sandio asaltante espera en la esquina con el cortopunzante en mano, en donde la billetera y la vida van al parejo de su violencia falta de sublimación freudeana; o si el psicópata de moda lo tiene entre las personas de su perfil (por cargar con un puño de pesadas llaves en la mano, cuando abordaba el colectivo 185), muera usted en paz pensando que las llaves que abren su casa quedaron adentro.

1 comentarios:

A las noviembre 24, 2009 , Blogger Unknown ha dicho...

Antes, el aventis,
despuès, el viento y la polvora

¿Que seguira despues?

¡¡¡¡¡Felicidades!!!!!!

 

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