viernes, 20 de noviembre de 2009

Aventis. Contando disparos

...treinta y cuatro, treinta y cinco, treinta y ocho... cuarenta y tres... Hasta hace unos días, cuando volvía de reportar de la “línea”, de correr de un lado para otro, entre ese amasijo que forman los escombros, los gritos, mi desesperación y el olor a quemado; cuando volvía a la seguridad del hotel —esto que lleva el título nobiliario y mobiliario de “hotel” en un lugar en donde todo está en la inminencia de reventar, de fugarse al otro barrio—, hasta hace poco, pues, me costaba mucho conciliar el sueño, conciliar los reportes con la necesidad del descanso, conciliar el día con la noche y suspender un poco todo esto aunque sea por cuatro o cinco horas
...Cincuenta y seis...
Como cualquier sonámbulo a las siete de la tarde (pues hay que preparar todo para la “transmisión especial” a México) tuve que recurrir a contar ovejas —en mi negación a tomar somníferos—, aunque el fastidio de esta operación puede tener buenos resultados, lo cierto es que el problema de la conciliación vuelve: ¿cómo encuadrar animales de ensueño, blancos, pulcros, con esta realidad? ...Setenta y tres... Así que no fue difícil descubrir otra operación que puede ser más provechosa, digamos, más efectiva: contar las percusiones de bala a la distancia.
Recostado sobre un lado de mi cuerpo, con los ojos abiertos y fijos en un punto, quizá el vértice de la recámara que se alcanza a ver con la penumbra de la farola que tristemente cuelga de la fachada del hotel; una oreja al descubierto y la otra sobre la almohada, o sea una atenta a lo que pasa afuera
(...setenta y ocho...) y otra que de vez en vez me recuerda que aún me late el corazón, que sigo aquí.... Ochenta y una... En realidad me cansó de contarlas, además que intento ordenarlas como quien pone orden en el especiero de cocina o en el cajón de la ropa
(...ochenta y siete...) ya sea imaginando la distancia o por el arma de que se trate: automática, “semi” o “de las de antes”, que hay pocas. Con los minutos uno acaba por entender que el ejercicio es interminable y poco probable que sea real; quizá afuera algún astuto y cansado de gatillar puso una máquina automática (como esas que escupen pelotas de béisbol o de tenis), o quizá un megáfono que adorna el toldo de un coche desvencijado, pero funcional, en el que resuena una escena de alguna mala película de guerra, de aquellas que últimamente avientan en las salas de cine. ¡El cine! Sería bueno ir a una función, ¿qué habrá en cartelera ahora? ...ciento tres...

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