viernes, 20 de noviembre de 2009

Aventis. De la guerra

No podría decir lo que es. ¿Quién podría hacerlo? ¿el político que lanza el grito de guerra; el que da la orden de mover las tropas, de comenzar el fuego? ¿el que salido de sus cotidianos quehaceres, ese que ha dejado clavado el azadón en la tierra, el trabajo en el taller, se convierte en insurgente contra la invasión o simplemente resiste como individuo a ser derrocado? ¿el terrorista y el facineroso de violencia que se inmolan con complicados argumentos y motivos? ¿las madres y padres que lloran a sus muertos? ¿los niños caídos como futuro que entinta la tierra de diferentes tonalidades bermellón? ¿los soldados que buscan la victoria al activar el gatillo? ¿los fabricantes de armas? ¿los que incrementan los dividendos con su oportunismo? En verdad, quién puede decir a ciencia cierta qué es. ¿Los estudiosos metidos en un despacho entre libros? ¿Los analistas internacionales? ¿El sentido común de los ciudadanos de de a pie?
No he venido aquí a decir lo que es la guerra. Finalmente todas son tan iguales: estornudos de balas, misiles de corto y largo alcance, el sudor y el presagio del temor, los cócteles explosivos preparados en alguna cocina improvisada, el horizonte devastado, el paisaje roído por el odio común, las declaraciones de inocencia de uno y otro bando en las conferencias de prensa, los uniformes militares,
las ajadas ropas de los civiles. Finalmente, también, todas las guerras son tan diferentes: geografías extrañas, ciudades y poblados con historias recientes o pasadas, armas novedosas, otras generaciones laceradas por traumas, traiciones y coaliciones emergentes.
Nadie puede decir lo que es la guerra, sólo podemos relatar lo que es y ha sido esta guerra o aquélla. Entre las incertidumbres de sus inicios, de sus desarrollos y de sus consumaciones, una certeza es ineludible: siempre pierden los mismos, los que mueren; aunque no siempre los que viven son los victoriosos.
¿Justas? De las “guerras justas” alguno que otro se ha atrevido a hablar. Yo no puedo. Las precisiones al concepto de justicia dan para tanto y también para poco, se tironean de un lado a otro como en el juego aquél en el que los críos suman sus esfuerzos para halar más cuerda que los de la punta opuesta. Aquí ni allá puedo ser juez de la guerra. Después de las cinco guerras, mismas que vengo a relatar desde mi mirada y mi humana condición, puedo afirmar que no soy juez de nada. Juez y parte nunca se han conciliado del todo bien y sí del todo mal. Mi testimonio como “corresponsal de guerra”, como corresponsal de cada una de estas guerras, me lleva un poco a suspender mis juicios, y a suprimir mis
prejuicios. Soy parte, pero no a la manera de los implicados. No me lleva una vocación patriótica o una convicción ni un anhelo de la búsqueda de la razón, de saber de que lado está la razón. (Quizá, una nota y sólo nota, y sólo una, entorno a la guerra es la suspensión de las razones, el límite total en que tocamos y trasgredimos los medios políticos y culturales para comprender al otro y a uno mismo en todas las dimensiones vitales.) A cada guerra a mí me lleva un avión y me trae otro de regreso. Hago las maletas con una vocación de periodista, riego las plantas y cierro tras de mí la puerta con una disposición de presentar lo que sucede como parte de la historia de la humanidad en estos siglos xx y xxi. En tal sentido soy parte de un conflicto armado. Soy parte, además, porque los medios de comunicación han alterado las formas de desenvolverse, con todo y lo caóticas que puedan ser, las violencias, las simulaciones y la auténticas situaciones de paz momentánea. Entre las metrallas y los fusiles, las pistolas y los morteros, las infanterías, algunas aún con infantes, y las caballerías sin caballos, yo porto una cámara o un micrófono, un estorboso chaleco antibalas y la firme esperanza de volver a casa. Soy, añádase, parte de estos conflictos como testigo, como un individuo cualquiera, hombre o mujer, que busca entre toda su subjetividad la mayor imparcialidad y objetividad posible.
A la pregunta más inmediata empezaré por confesar de antemano no, no me da miedo. No creo que esto llegue a virtud, pero tampoco creo que degenere en vicio. La tolerancia a la vivencia de los extremos del terror, la intimidación, el sobreponerse a los excesos de aquello que es un hecho, es decir, de lo que los seres humanos podemos ser y hacer, me brinda las facultades para este oficio particular; pero ante estas vísceras facultadas, este “hacer de tripas corazón”, es mi elección la que me embarca en la ciudad de México con las botas puestas, la placa con mi nombre colgada al pecho; me embarco, pues, así como en Nueva York, Tokio, Madrid o Buenos Aires otros colegas lo hacen de la misma manera.
Ahora, sumergido en la trinchera de mi ciudad, mis compañeros de trabajo y amigos; en el terraplén de mi casa, del cariño de mi familia; ahora, sí, ahora metido en el campamento de mi oficina, entre mis notas, mis fotos, mis recuerdos y de cara a las conversaciones de aquellas cinco guerras, tengo la maleta medio hecha, pues aunque no lo deseo ni lo añoro para el mal de nadie ni provecho de pocos, me mandarán a traer para preguntarme si quiero cubrir otra guerra, la sexta, otra incompresión desatada. Soy un corresponsal de guerra. Diré que sí

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