viernes, 20 de noviembre de 2009

Aventis. Del exilio y el polvo

Y es que no se trata sólo de los hombres sin tierra, de los que han sido lanzados a la intemperie del polvo y el viento de lugares que no se dejan enunciar tan fácilmente como “otra casa mía”, “otro suelo nuestro”; no, parece que no, que no se trata sólo de los hombres sin patria.
El exilio está preñado de direcciones encontradas y quizá la primera y más evidente es también la más primaria: no es tan sólo el hombre sin tierra, sino también el hecho de que es el exilio una tierra sin alma, una tierra despojada de su capacidad de fecundarse, que proscribe de sí violentamente las facultades de hacerse otra-siempre-la-misma a cada instante.
Aquí, en medio de la guerra, de los retenes, de las caravanas y los solitarios en camino fuera de sí, el territorio se convierte en una tierra sin alma, quiero decir: una tierra des-almada. Cuatro guerras narradas y entiendo que no se trata sólo de las cifras, es decir, del camino hacia exilio que toman los vencidos y los rendidos, cargados de esperanzas fallidas, de repúblicas, democracias —y otras cosas de política que no entiendo— frente a tiranías; en fin, el problema se complica porque se trata de un asunto cualitativo y no sólo cuantitativo, pues en el exilio no importa cuántos se queden ni cuántos se vayan: enigma éste en que el exiliado deja algo de sí en su tierra, pero se lleva toda su tierra consigo.
Me aclaro, aunque no anoto: el problema es que todos pierden: los que se van, los que se quedan, los que han muerto, los que nacerán, y la tierra misma en perdición. Cínico juego éste —el de la omnívora pérdida— que se hace presente en las guerras y los exilios.
Se trata, Pepe, del constante alejamiento entre el hombre y su tierra, entre la tierra y su alma, esta caída interminable que va de las guerras fraticidas o de las invasiones al exilio.
Y es que no se trata sólo de la pérdida sino a la par del sentimiento de pérdida. Perder y sentirse perdido: ser herido y dolerse en el ser de la herida
y por la herida. ¿Exilio? Palabra y sentir.
Y quizá se trate de que el hombre busca decir su vida, expresarla con palabras que no sólo manifiesten la sonoridad sino la resonancia interna. El eco es más intenso y más amplio cuando hay más vacío, ¿quién lo negaría? Peregrinos, desterrados, exiliados, extranjeros, extraños o expatriados; ya se trate de inmigrantes, refugiados, transterrados o errantes, lo cierto es que en cada hombre que toma el camino hacia los extremos fronterizos de su tierra, en cada uno acontece un sin-nombre, una patria desgarrada, un ser lastimado en cada cual a dentelladas de plomo, humo, polvo y pólvora... en suma, de barbarie fiera.
Sin su alma, el lugar deja de ser “tierra” para devenir otra cosa y otro nombre: “país”, “bandera”, “Estado”, “progreso”; pero como se le llame, cada nombre enuncia esa geo-metría encharcada de sangre y acallamiento a punta de fusil y adoctrinamiento. Esto ya no es la tierra, ¡no colega! un espacio vital del despliegue del alma; no, ya no puede serlo ahí en donde se agostan las ideas en tránsito, la dinámica de creatividad, en suma, la libertad, y priva en todas sus latitudes de esa materia inerte, piedra sobre piedra sobre piedra, el poder burdo, tosco y febril.
Algo late verdaderamente cuando el exiliado habla siempre de “allá”, porque el aquí, el aquí del exilio, el aquí del expulsado es un aquí sin alma, sin suelo, sin centro, y finalmente muerte sin tierra.
Y es que el exilio transmuta, pues ya sea el “exilio externo”: el de el-sin-tierra; el “exilio interno” que padecen aquellos que dentro de su “patria” intentan resistir, subvertir u oponerse; ya sea el “exilio íntimo”: el de la palabra, que padecen aquellos cuya lengua materna no es la de acogida; ya sea el “exilio privado”: aquel que se padece en silencio y del que a veces no se soporta el peso de la decepción y la traición de su tiempo (precipicio del suicida, latencia de la oscuridad perpetua). Entre todo esto el punto medular —según lo voy advirtiendo— es la gravedad del exilio, el exilio en sus dimensiones más radicales y más humanas por ello mismo.
Todo hombre sin tierra, toda tierra sin alma nos compromete tanto como nos conmueve
porque ¿qué horizonte más desolador para la existencia que éste, el del exilio?
(Anoto: sentado aquí, como otras veces y en otros sitios, esperando el pase, el cruce como corresponsal, veo y pienso en los exiliados, en las caras de pesadumbre, y no deja de revolotearme, o de zumbarme como una mosca inquieta que retumba contra las paredes de mi cabeza, una idea: el ser-bifronte. En el panteón romano Jano Bifronte es el dios ambiguo, es el dios que tiene dos caras cuyas miradas se orientan hacia lados opuestos. Jano el Bifronte: privilegiado que puede mirar hacia atrás y hacia adelante, que representa el ser que mira hacia el pasado y el futuro desde un presente en el cual inicia y reinicia su tiempo. Jano Bifronte, dios de las transiciones, de los momentos de alteración y traspaso, tendría que ser patrono apaciguador del exiliado, cuidador de aquellos constreñidos a la terrible condición de quien se marcha mirando hacia la tierra que deja, y a la par su otro frente dirigido a la tierra que lo acogerá; alma bifronte de quien espera volver y de quien tiene que mantenerse alejado. Cómo no recordar a María Lida Mollo y a todos mis amigos presas de "la partida", a todos los que se van y se quedan en su propia excentración, en su propio y común exilio.)
Ojala que esta gente que se va pueda algún día conciliar en sí a la tierra y su alma, al hombre y su tierra.
Yo sigo aquí, tomando la nota que no saldrá en la televisión.

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